domingo, 8 de febrero de 2009

Ernst Gombrich. Arte e Ilusión.-



Ernst Gombrich es considerado uno de los historiadores del arte más eminente de la segunda mitad del siglo XX.
Nacido en Viena en marzo de 1909 y trasladado a Gran Bretaña en 1936, ha sido titular de las más prestigiosas cátedras (en las Universidades de Oxford, Cambridge, Harvard y Cornell y en el Royal College of Art). Ha sido premiado numerosas veces internacionalmente (Premios Goethe, Hegel y Erasmus), y es conocida su faceta musical como excelente violonchelista. Sus escritos han contribuido notablemente a la Historia del Arte, destacando de ellos especialmente su carácter divulgativo.

Falleció en Londres en noviembre de 2001.




ARTE E ILUSIÓN. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica. (1960)


La cuestión de la ilusión en el arte ha sido un tema muy atrayente desde siempre tanto para artistas como para historiadores; esto deja constatado Gombrich en las continuas referencias que hace a lo largo de su escrito a otros críticos y artistas precedentes.

Su vasta formación y cultura (desvelada de las incesantes e innumerables fuentes a las que recurre en su exposición) y sus conocimientos, presentan en esta ocasión ese interés general que ha existido siempre por el arte ilusionista, aquel que es capaz de, si no “engañarnos”, por lo menos sí atraparnos con el sujeto representado que reconocemos en la obra.

Sabemos de sobra que los trucos que el artista ha ido desarrollando desde las primeras manifestaciones artísticas, han sido acogidos con gran admiración por el público. Estas estrategias -que surgen de “la observación cuidadosa y la experimentación con los efectos pictóricos”, Prefacio a la Segunda Edición de Arte e Ilusión, E. Gombrich- son las que han “recolectado” mayor número de seguidores, pues este tipo de habilidad es la que más cautiva visualmente, ya que otorga al artista una especie de poder para crear imágenes muy “reales”. La predilección del público por asombrarse con las obras que “mejor retratan la realidad”, llevó al artista durante varios siglos a codiciar tales resultados.

El cuento de Pigmalión, citado en el capítulo III, menciona ese poder “maravilloso” del artista que crea una obra casi con vida propia. No es de extrañar que hoy día se siga manteniendo tal idea de arte, pues la larga tradición que nos precede se basa prácticamente en la habilidad realista del creador. Precisamente la idea que tenemos de arte está basada en la que hemos heredado de los filósofos griegos, aquella que afirma “el arte como imitación de la naturaleza”.

El poder al que nos referimos está muy relacionado con la capacidad de la obra para estimular determinadas respuestas.

Pero habría de hacerse una distinción importante (que llegaría a nuestros días casi intacta) entre “imitar” y “hacer”, aquella distinción que ya Platón señalaría en sus escritos allá por el siglo V a.C.: Imitar en este sentido, es copiar la apariencia de algo, mientras que hacer se entiende como crear. (De aquí podemos entender el discurso de Larry Shiner acerca de la escisión entre Arte y artesanía o artista y artesano)

El filósofo antiguo atribuyó a la imitación una connotación algo peyorativa, pues quedaba más alejada del mundo de las ideas, puesto que sólo se acercaba vagamente a la apariencia o aspecto exterior de las cosas, ni siquiera a su esencia. Y dado que la imitación era la práctica de los artistas, tal profesión podía estar francamente mal mirada desde el pensamiento de la época. Se impone una separación entre “realidad” y “apariencia” que es del todo una invención humana, puesto que, incluso en estudios psicológicos realizados en niños, se ha observado que no existe tal diferencia, que realidad y apariencia (en el contexto en que los usa Platón) están fundidas en la misma dimensión: “En el mundo del niño no se da una distinción clara entre la realidad y la apariencia […] en el contexto del juego, un orinal no representa un casco, es una especie de casco improvisado e incluso tener utilidad como tal. No hay división rígida entre el fantasma y la realidad, entre la verdad y la falsedad […]” (Pág. 98, capítulo III, Arte e Ilusión, Ernst Gombrich)

Cabe pues, como pretende Gombrich, someter a nuevo examen la teoría de las ideas de Platón para reconocer que “el mundo del hombre no es tan sólo un mundo de cosas” y que, mientras “hacemos” algún objeto, alguna creación, estamos a su vez “imitando” la imagen de tal objeto conocido (no un esquema universal de este, o las características de una generalización a partir de todos los ejemplares del mismo objeto conocidos).

La barrera entre imagen y realidad está señalada especialmente por la razón, pero hay que tener presente que a través de los sentidos a menudo captamos ideas de las que nos fiamos mucho más. Parece ser que la experiencia sensorial a la que asistimos nos aporta una información más verídica (por el hecho de haberla experimentado directamente a través de órganos conectados a nuestro cerebro) que las ideas o conceptos que pertenecen más al ámbito de la mente, o al mundo ideal con el que soñaba Platón, un mundo donde “las definiciones se hacían en los cielos” (Pág. 99).

Especialmente en una época como esta donde el empirismo y el marcado escepticismo son las actitudes predilectas, entendemos que el discurso de Platón no sea suficiente y solicitemos una explicación más satisfactoria.
El fundamento de Gombrich quizá nos resulte más convincente: la manera de articular el mundo es hacer nuevas clasificaciones, como hace Picasso al crear el Chimpancé con su cría, con un coche de juguete. Hablar de realidad y apariencia entonces, no tiene caso; la apariencia de Platón se convierte en realidad cuando la observamos, aunque sea en el primer instante, en el momento en que “proyectamos” sobre la apariencia, la realidad del objeto que es capaz de remitirnos. La distinción entre realidad y ficción es irreal (Pág. 98), como sostiene Gombrich, o como alegará en el capítulo VI, “el parecido creado por el arte no existe más que en nuestra imaginación” (Pág. 173).

Esta proyección es un ejercicio de semejanza, ya que el hecho de que un objeto nos remita a otro se debe a que creamos una familiaridad, a que “nos recuerda a algo”. Es una “propensión de nuestra mente” proyectar sobre algo desconocido o confuso, otra cosa que sí que conocemos, como ocurre con las indefinidas manchas de Rorschach.
La diferencia entre tener conciencia de este proceso clasificador y no tenerla, como nos indica el autor del texto, es que cuando sí la tenemos, “interpretamos”, y cuando no, “vemos”.

Se ha visto además que “la proyección fue una de las raíces del arte”. Prueba de ello son las identificaciones establecidas entre diferentes culturas y civilizaciones, por ejemplo, en las estrellas de la noche.

En algunas de estas civilizaciones la imagen ya es en sí misma, no una representación, sino, por la proyección que decimos que evocan, la realidad misma. Esto es que, por ejemplo, una imagen de un hombre muerto -como puede ser una escultura funeraria-, es el hombre en sí mismo; no es preciso que la apariencia sea estrictamente fidedigna a un individuo concreto, sino más bien, que represente los rasgos principales que nos hacen identificar a un hombre. La imagen se convierte en un sustituto del individuo que representa. Por eso se pueden utilizar como ojos unas conchas de cypraea, puesto que en el conjunto que conforma la imagen del hombre, funcionan como tales. El contexto es por tanto muy importante a la hora de tener en cuenta una imagen: “El criterio del valor de una imagen no es su parecido con el modelo, sino su eficacia dentro de un contexto de acción” (Pág. 107, Arte e Ilusión).

De ese poder que tienen las imágenes proceden la inmensa mayoría de las creencias que hay en torno a la representación. En todas las civilizaciones y culturas, la imagen de algo o alguien puede provocar el miedo o el placer que provocaría el ser mismo. El pantocrátor románico impone sus mandamientos tanto como lo haría el mismísimo dios encarnado, a pesar de que su representación sea exclusivamente esquemática y sintética. Lo mismo ocurriría con el escorpión egipcio si estuviese terminado de representar; probablemente resultaría mortífero, tanto como en vida. “En tal contexto no cabe duda de que la imagen era mirada como mucho más que un signo” (Pág. 108).

Pero como alega el historiador más adelante, “la propaganda política y comercial ha explotado esta reacción para reforzar nuestra tendencia natural a dotar a una imagen de presencia”. Y es que de un modo u otro, tendemos a “desconfiar” de esas imágenes que, aunque no totalmente fidedignas, logran despertar en nosotros la inquietud de saber si son o no reales.

Esa incertidumbre es erradicada en la mayoría de los museos gracias al cartelito anunciador de “No tocar”, ya que de esta manera, las vemos como obras de arte o como artículos museísticos, no como imágenes que representan algo.

Parece el hombre algo bobo dejándose embaucar de tal forma. Y es que como acabamos de decir, el contexto condiciona forzosamente la recepción o la acogida de un objeto.
Quizá como dice Gombrich, es asumible que el artista luche por recuperar tales cualidades del arte; de otra forma, la obra queda rebajada a mero objeto expositivo, de contemplación, que nada logra excitar en el espectador. Sin duda el artista que menciona el escritor del texto pretende que la observación del arte sea activa (como pretende Gombrich de la lectura de sus textos: “[…] el lector voluntarioso habrá de añadir un poco más de lo que en este libro he llamando la parte del espectador […] estoy al tanto de las exigencias que este libro formula a la cooperación del lector […]” Prefacio a la quinta Edición. Febrero de 1977. Arte e Ilusión).



LA IMAGEN EN LAS NUBES (o en el humo de un cigarrillo).

Esta mañana, mientras releía el sexto capítulo de Arte e Ilusión sentada en la cama junto al incienso que perfumaba mi habitación, pensaba en esa facultad imitativa que han de tener tanto creador como espectador. Irónica y casualmente, la varilla de incienso encendido emanaba un humo que a veces evocaba caracoles y otras, cortinas vaporosas de seda. Por un momento me he sentido como en la novela de Antonio y Cleopatra de Shakespeare, en que crean




Y es que el papel del espectador es determinante en la imagen del artista. Si no fuese por esta capacidad de proyectar lo que conocemos sobre manchas y objetos indefinidos, la obra de arte no evocaría las diferentes perspectivas que actualmente se reconocen en la obra de un autor. De no disfrutarla entonces, sólo habría una manera de percibir y entender la obra; una forma absoluta que sabemos, por el discurso de Larry Shiner, que no es posible.

Esta condición del ser humano es la interpretación, esto es, como añade Alexander Cozens “esbozar o transferir ideas de la mente que provienen de las sugerencias de las manchas”. Como en las tintas que Rorschach emplea en sus estudios psicológicos (y que anteriormente citamos), no existe algo explícitamente contado, sino que el observador que asiste a su contemplación, imprime en esas formas imprecisas una imagen más detallada, o por lo menos congruente que al inicio.

Es lógico pensar que sea empleado por los artistas como una estrategia o método para conducir al espectador hacia ciertos fines; ya que no existe una única visión de una obra, el autor de la misma se puede permitir por lo menos jugar con el espectador conduciéndolo por donde quiere, y, aunque no consiga que todos los espectadores tengan la misma idea, sí puede crear una idea más o menos uniformada. Basta con colgar junto al lienzo título que sugiera algo de lo que pretende. Como dice Gombrich, el artista “se dirige a mentes ya orientadas” (Pág. 169).

El creador se dio cuenta de que no era necesario por tanto usar un lenguaje tan estrictamente explícito (como el realismo, por ejemplo) y que basta sólo con insinuar formas para emitir un mensaje. Así, inspirándose en sus propias interpretaciones puede intuir aproximadamente qué entenderá el observador. Incluso si su obra es producida por el mero azar, el artista puede plantearse qué es lo que el público verá.

Como en las manchas de humedad de las paredes de Da Vinci, nuestra memoria y nuestros recuerdos en estos casos condicionan esas proyecciones; por eso, “importa menos si la forma inicial en la que el artista proyecta su imagen es obra del hombre o cosa hallada; lo que importa es lo que logra hacer con ella” (Pág. 172), es decir, si consigue jugar con la casualidad para inducirnos a pensar en algo concreto. El único inconveniente que encontramos al respecto es que sigue siendo imposible crear la misma evocación o pista para todo espectador, puesto que ese recuerdo o idea que aporte éste dependerá de su experiencia vivida, que inevitablemente será diferente de tantos otros observadores.

Aun con todo, éste es pues un ejercicio de inventiva muy útil para el creador, que a través de objetos encontrados, puede figurarse nuevas obras. Porque muchas veces no es necesario complicarse en la tarea de realizar la obra con un meticuloso acabado, ya que, como dicen algunos profesores de Bellas Artes favoreciendo el discurso de Gombrich, “una simple línea, una simple pincelada, trazada con gracia de modo que parece que la mano se movió sin esfuerzo ni saber y que llegó a su término por sí misma” (Pág. 174). Desde cerca podemos no ver nada en esas obras realizadas “fácilmente”, mientras que desde la distancia parecen completas y gráciles. Esto ocurre por ejemplo en el trabajo de los Impresionistas (“en el que el principio de la proyección guiada alcanza su culmen” Pág. 180) o en el de Velázquez, “un arte en el que la capacidad del artista para sugerir tiene que ser igualada por la capacidad del público para captar insinuaciones”.

De esta forma, aprendiendo este estilo y forma de pintar “muellemente”, retrocediendo y observando cómo nuestra imaginación termina las pinceladas sueltas que hemos realizado, no caeríamos en la producción de algo laborioso al copiar las obras de Modigliani, de Renoir o Guayasamin.

Una insinuación, algo esbozado se prefiere así a una imagen explícita, porque siempre halaga “sentir lo que uno entiende”. Ortega ya lo advertía en la Deshumanización del arte, cuando asentía que al no entender la obra, en muchas ocasiones se desprestigia (“sentimiento de antipatía que proviene de la incomprensión de la obra de arte”).

Así concluirá el artista optando por el trabajo de la proyección, más ameno de realizar para él y más activo para el espectador, promoviendo tales trucos y audacias para estimularlo.

Será, por cierto, “el viraje hacia estos jeroglíficos visuales del arte del siglo XX, que desafían nuestro ingenio y nos hacen rebuscar en nuestras propias mentes lo inexpresado e inarticulado” (Pág. 180, Arte e Ilusión).




Y es que, como ya se decía en la Introducción de Arte e Ilusión, en el siglo XX, “la estética abandona su pretensión de que tiene algo que ver con el problema de la representación convincente, el problema de la ilusión en el arte”. Ha dejado de interesar la exactitud fotográfica, en favor de la proyección, la insinuación.

Es por esta variabilidad de visiones artísticas, por las que surge el llamado “enigma del estilo”. Estos modos diferentes de representar el mundo que se dan en las diferentes épocas, conforman la Historia del Arte.

La tarea de Ernst Gombrich no es otra que reflexionar acerca de esa variabilidad de visiones, y su propósito, “reinstaurar nuestro sentimiento de asombro ante la capacidad que tiene el hombre de invocar […] esos misteriosos fantasmas de realidad visual a los que llamamos imágenes o cuadros”.

Los cambios en el estilo (estilo como derivación), las diferentes maneras de ver el mundo, se deben a que las intenciones cambian, a que voluntariamente se da un acto de elección en la forma de la representación.

El estilo es pues, la personificación de un carácter, ya que el término estilizar quiere decir “representar algo destacando sus rasgos más característicos o los que corresponden a la idea que se quiere transmitir”, de ahí que Gombrich lo llame “voluntad de forma”. El artista transforma lo que ve mediante el estilo.

Por otra parte, el estilo no se entiende como una particularidad que el individuo imprime en su obra, porque así lo busque él, sino que se ve como una desviación (antes decíamos “derivación”); por esto al estilo se le adjuntan ciertas limitaciones.
Como limitaciones se pueden entender los rasgos que el artista elude o rehúsa al realizar su “esquema” de lo que ve. Y es que para él, un objeto, un motivo, es bien asimilado cuando ha sabido clasificarlo y acogerlo sintéticamente.

En la tarea de copiar el artífice inevitablemente otorga a la imagen cierto carácter, cierta creatividad, pero no porque “difiera del presunto prototipo”, del natural, sino porque “se enfrenta con el desafío de lo desacostumbrado y lo resuelve de modo sorprendente” (Parte III del segundo capítulo, La verdad y el estereotipo).

Pero, ¿a qué adjudicamos la libertad del artista? ¿A su voluntad o a su habilidad?
Si un creador, por no ser biólogo marino, no dibujaba correctamente una ballena o trazaba una de sus aletas demasiado cerca del ojo (pareciendo así una oreja inexistente), no se le puede adjudicar falta de habilidad, puesto que su habilidad se concreta en otro ámbito. Porque “dibujar una visión desusada presenta dificultades mayores de lo que acostumbraba a creerse”.

Ése es el sentido de “desviación” que queremos entender en el estilo, no el que peyorativamente usaban los teóricos de otras épocas. Podemos recordar el Rinoceronte de Alberto Durero, que presenta una coraza que realmente en su fisonomía, el rinoceronte no tiene; sin embargo, el grabado como tal, no deja de ser absolutamente bueno. “Todos estos ejemplares que pueblan las obras se derivan de poquísimos arquetipos e incorporan curiosos rasgos”.

También se debe tener en cuenta que estos artistas, en muchas ocasiones, no tenían la posibilidad de realizar sus esbozos de la observación directa; los medios de que disponían eran mucho más pobres, y cuando encontraban manuales en los que basarse de sus precedentes, eran escasos, lo que les llevaba a este posible error. No puede, pues, juzgarse este “desliz”.
No se puede crear una imagen fiel a partir de la nada. Uno tiene que haber aprendido el artilugio, aunque sólo sea de otras pinturas vistas” (Parte IV del segundo capítulo de Arte e Ilusión).

Yo nunca habría podido hacer la “traducción” de La deposición de Caravaggio en un esquema anatómico sino usara previamente otros dibujos de anatomía en posiciones semejantes a los de los personajes aparecidos en el cuadro. Y aun así, sucede eso mismo; los errores fisionómicos están todavía presentes. Un trabajo que implica la rotación y traslación mental de un hueso, complica a su vez cierta imaginación, cierta ilusión, puesto que es resultado de la mente, de lo que en ella obramos, no de la experiencia directa (como sería la de un Leonardo que se introduce literalmente en el estudio anatómico humano).

Que a esto lo llamemos estilo o falta de conocimiento –no haber “aprendido el artilugio”, como dirá Gombrich-, es el tema que nos atañe ahora.



A ese esquema, rigidez, o selección, tenderá más la cultura oriental que la nuestra, afianzada en “pintar lo que ve, más que en ver lo que pinta”. Nieztsche comentará irónicamente sobre esto que:
“[…] al fin pinta sólo lo que a él le agrada.
¿Y qué es lo que le agrada?
Lo que es capaz de pintar.”
Gombrich por su parte alegará que “sólo cuando se tiene la manera, se tiene la voluntad”. Pero como más adelante escribirá (y con esto estoy más de acuerdo): “[…] los artistas tienden a buscar motivos para los cuales su estilo y su adiestramiento les han equipado”.

Si la cuestión está en aún en si es la habilidad o la voluntad la que ha dictado tales preferencias, habrá que plantearse si el arte es o no objetivo.
Todas las respuestas apuntan a que no lo es: “el punto de partida de una anotación visual no es el conocimiento sino la conjetura condicionada por la costumbre y la tradición” (Parte V del segundo capítulo).
Pero que no sea del todo objetivo, no significa, por contrario, que sea verdadero o falso, o malo o bueno. En este sentido hay que tener muy en cuenta que la exactitud de la representación estará condicionada por el contexto, por su entorno, por la sociedad en la que se halle el autor. Dada la complejidad del mundo y todo lo que este contiene, es imposible fijar una imagen, incorporar en una obra de arte, por muy fidedigna que sea, todo lo que incluye. No es subjetividad; es la riqueza de la visión la que hace que seleccionemos ciertos aspectos de la naturaleza, o ciertos esquemas.


El estilo es, concluyendo, esa manera de hacer las cosas, una manera que ha ido progresando con el nivel técnico y conceptual de la propia obra incluida en su tiempo.









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