domingo, 14 de junio de 2009

PROYECTO PERSONAL. Justificación y desarrollo.









Mayo de 2009

PROYECTO FINAL.

Para comenzar diré que mi proyecto se basa en la noción institucional del arte, que, como sabemos, parte de la idea de que el arte no es una práctica natural sino humana, artificial, pues se trata de una realidad cultural, que depende de una sociedad, de unas convenciones o reglas establecidas dentro de un marco común, consensuado. Así, la idea de Arte depende del momento en que tiene lugar, del contexto en el que se circunscribe.

Esta teoría, cuyos representantes predilectos -dentro de los autores que hemos ido viendo en clase- son Dickie y Danto, sostiene que cualquier objeto puede ser Arte si se llega a un acuerdo consensuado y se impone como tal en/ para/ por la sociedad (O bien, cualquier objeto es Arte en cuanto se usa como tal). Por eso esta teoría acoge el nombre de institucional: una institución (organismo, corporación, asociación, gremio; en definitiva, colectividad) es la que otorga a un objeto la calidad de Arte. Y esa institución es, en este caso, la sociedad o un grupo de la sociedad, que por extensión, identifica al resto.

Ya que el Arte no es otra cosa que una idea que entre todos hemos asumido y dialogado, una cosa es Arte (u obra de Arte, si es más propio) siempre y cuando responda a esa definición de Arte, o a esa idea de Arte que hemos tomado. Cuando lo que hayamos realizado se reconozca como una “encarnación o representación de la idea de Arte que se toma de referencia”, será una obra de Arte. [1]

[1] Juan Cabrera Contreras. Universidad de Granada. Memoria del curso. 26 de Mayo de 2009. Blog de la asignatura.

En cuanto un trabajo, una creación, pasa a ser relevante en el mundo del arte, ésta pasa a ser considerada como Obra de Arte, y a ser determinante para la sociedad. Mientras una creación permanezca en el taller y no sea reconocida, no será relevante como Arte y por tanto no se considerará como tal. No se dice de algo que es Arte si no tiene una implicación con el mundo del arte (el entorno de teoría y práctica artística).

De la misma forma, “el hecho de que los artistas retengan algunas obras señala justamente que el estatus de arte no depende de cualidades especificables en términos de conceptos sino de estar inmersos, el artista, la obra y el público, en prácticas, instituciones, valores, intereses, creencias, discursos, en suma, una forma de vida.” [2] Esta determinación del contexto cultural es necesaria para que se dé una obra de Arte.

[2] Esteban Zenobi Fabi, Licenciado en Filosofía y escritor; Universidad Nacional de Córdoba. (IV Jornadas de Filosofía Teórica: Conceptos, Creencias y Racionalidad, Córdoba 22 al 24 de mayo 2007).

La noción "esencialista", por su parte, que considera que cierta cosa es Arte únicamente cuando dicha cosa lleva inscrita en sus entrañas inmateriales la esencia del arte, se antepone como vemos a la noción recientemente tratada.
En filosofía el esencialismo es la opinión de que, para cualquier tipo de entidad, hay una serie de características o propiedades de todos los que cualquier entidad de este tipo deben poseer.


Dentro de esta idea de arte, mi propuesta se ubica más concretamente a medio camino entre las subclases de arte como mímesis o representación de la realidad, y arte como expresión, como representación autobiográfica del autor.

Con objetivo de participar y optar a la oportunidad de ampliar mis conocimientos pictóricos, el proyecto personal irá enfocado a la elaboración de una serie de paisajes especialmente diseñados para la presentación de un dossier dedicado a la Beca de Paisaje “Palacio de Quintanar”, de San Quirce, Segovia, o quizá, a la Beca Proyecto Plein Air 09, organizado por la Fundación Tres Culturas del Mediterráneo, que consiste en la realización de un Taller de dibujo y pintura al aire libre y cuyo objeto será el estudio del natural de los espacios urbanos y paisajísticos de la ciudad de Coimbra.

La serie de paisajes, que constará de seis obras será llevada a cabo a través de una técnica mixta (acrílico, lápiz conté, y lápiz de color), variando las dimensiones entre los 100x70 y los 65x54cm, que partirán de los paisajes urbanos realizados durante el curso anterior, prestando especial interés en retener un lugar, las características formales, plásticas que configuran un paisaje.

Con el objetivo de aunar en el cuadro la tradición pictórica de la representación del paisaje y el carácter utilitario y comunicativo de la ilustración, propongo la realización de una serie que sirva como ejemplo de pintura paisajística y como fondo plástico-visual de una historia.
Con motivo de que pueda servir tanto para el deleite de los más “ordenados” ante un paisaje basado en la organización de la naturaleza, como el fondo de una fábula, mito, cuento o relato, se realizan a la manera de la pintura de paisaje común, adaptándola a los medios y características propias de la ilustración.

Así, los paisajes aquí encuadrados serán la base o el fondo de unos personajes que están por elaborarse a mano de un compañero escritor con quien realizaré un proyecto conjunto para la presentación de un relato ilustrado a una de las convocatorias de prestigio a nivel nacional.

Durante este año, mi compañero y yo realizaremos el proyecto conjunto, revisitando -por mi parte- la obra de ilustradores como Jorge González, cuyo dibujo -exquisito- sobre la capa de pintura es primordial para la concepción de su obra (la obra “Patagonia” es un gran ejemplo de paisajes urbanos bien construidos), o el ilustrador y dibujante de cómic Pablo Auladell, quien trabaja también con la pintura como soporte de sus ilustraciones. Sonia Pulido, artista colaboradora habitual de El País Semanal, es otra de los referentes que tomaré, en cuanto que trabaja sus ilustraciones para un público de edad, desmarcándose de la ilustración exclusivamente infantil o juvenil. En sus obras, la mujer suele ser protagonista, algo que me servirá para ver cómo ha sido representada en multitud de escenarios y contextos, ya que la obra literaria de mi compañero casi siempre toma como punto de partida, una mujer. Además, el humor irónico y tramposo de Sonia Pulido entronca muy bien con el carácter de las narraciones de mi compañero.

Como se puede concluir de la selección de autores, el uso del dibujo será determinante en las pinturas. A lo largo de la historia de la ilustración ha sido el recurso por excelencia. Ahora, en ese intento de aunar ambos campos artísticos, se concibe la ilustración como una vía libre de experimentación técnica.

Dada la cercanía con este autor y el he hecho de su obra a lo largo de sus años de formación, las ilustraciones y pinturas serán especialmente diseñadas para sus historias, normalmente relatos cortos cuyos personajes están muy elaborados y definidos.


Los paisajes serán digitalizados para adaptarlo al formato adecuado de presentación en las convocatorias, y para mejorar el proceso de modificación y de posterior editado.

Se trata, pues, de la primera parte del proyecto mayor, del bosquejo de los ambientes naturales de los relatos que posteriormente, en la segunda y tercera parte, serán completados con el desarrollo de los ambientes cerrados y los personajes. De momento mi Proyecto para Idea y Concepto se centra en el estudio de los paisajes naturales.

El resto del proyecto será completado a través del Proyecto Fin de Carrera y gracias a la aportación de conocimientos que me otorgará la Beca de Iniciación a la Investigación que disfrutaré durante los próximos meses y hasta mayo del año 2010, en la que colaboraré con la tutora Mª Carmen Hidalgo, de la Facultad de Bellas Artes.

lunes, 27 de abril de 2009

Bacon y Velázquez.

Miro los retratos de Bacon y me sorprende que, pese a su «distorsión», se parezcan todos a su modelo. Pero ¿cómo puede parecerse una imagen a un modelo del que es, conscientemente, programáticamente, una distorsión? Sin embargo, se le parece; lo prueban las fotos de las personas retratadas; e incluso si no conociera esas fotos es evidente que en todos los ciclos, en todos los trípticos, las diferentes deformaciones del rostro se parecen, que se reconoce en ellas a una única y misma persona. Si bien «en distorsión», esos retratos son fieles. De ahí mi sensación de un milagro.



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Podría decirlo de otra manera: los retratos de Bacon son la interrogación sobre los límites del yo. ¿Hasta qué grado de distorsión un individuo sigue siendo él mismo? ¿Hasta qué grado de distorsión un ser amado sigue siendo un ser amado? ¿Durante cuánto tiempo un rostro querido que se aleja en una enfermedad, en una locura, en un odio, en la muerte, sigue siendo aún reconocible? ¿Dónde está la frontera tras la cual un «yo» deja de ser «yo»?


Milan Kundera: El gesto brutal del pintor, en Bacon. Retratos y autorretratos. Madrid: Debate, 1996






domingo, 19 de abril de 2009

¿Por qué las imágenes provocan o producen determinadas respuestas?

Hay muy pocas posibilidades de que alguien a quien se le piden cien euros para combatir el hambre y la enfermedad en Ghana acceda a desprenderse de su dinero. Pero si circula en su coche por una autopista y ve en la cuneta un cuerpo ensangrentado, le parecerá normal detenerse, transportar al herido a un hospital y pagar los cien euros que costará, como mínimo, la limpieza de su vehículo.


Poner imágenes a un concepto abstracto en el cerebro surte un efecto inmediato. No visualizamos fácilmente el hambre en abstracto en Ghana, pero, en cambio, la imagen de alguien herido en la carretera activa reacciones de solidaridad inmediatas.

En los laboratorios estamos comprobando el impacto, hasta ahora desconocido, de las imágenes en los procesos cognitivos. Las últimas investigaciones aclaran que la imagen cuenta como instrumento de permanencia o duración de la memoria. Sin imagen es difícil que algo se asiente en la memoria a largo plazo. Y sin memoria a largo plazo no se produce la reacción querida: un sentido determinado del voto.



Eduard Punset, curiosamente llamado también El poder de las imágenes, 6 de Enero de 2008.
Artículo sobre el impacto de las imágenes en los procesos cognitivos.




El poder de las imágenes, David Freedberg. Madrid, Cátedra, 1992.


David Freedberg es profesor y miembro de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias y de la Sociedad Filosófica Americana. Es más conocido por su trabajo sobre las respuestas psicológicas de arte.


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Como el propio autor señala al inicio de su exposición, este texto no pretende tratar los aspectos históricos o los biográficos de los artistas a lo largo de la trayectoria de lo que hemos llamado arte. En todo caso, se centra más bien nuestro autor en la relación (el vínculo, trato o conexión) entre las imágenes producidas por el arte y las personas a lo largo de la historia.

Como sabemos y como muy bien indica Freedberg, la mayoría de los textos que abarcan la historia del arte, su estudio, etc., se han ajustado a menudo a la exposición de una serie de puntos que atañen –podríamos decir exclusivamente, salvo excepciones aisladas- a las técnicas de las obras y los significados que las mismas engloban. Así los historiadores y críticos de arte han puesto sus objetivos en la faena de narrarnos las características de una obra de arte o la biografía de un artista, pero nunca nos han contado qué “sugiere” (qué ideas provoca; qué insinúa o trae a la memoria) la obra al espectador menos cualificado en el campo del arte.

En muchos escritos se describen además las capacidades de las obras de arte para, precisamente, suscitar ciertas apetencias o determinados sentimientos en el observador; sin embargo, no se profundiza en el tema, si no que se cita levemente, proponiendo la “respuesta” –la reacción al estímulo, el impulso- general que la obra ha de provocar, sin dar lugar a la opinión individual.

Es entonces el tema principal sobre el que reflexiona Freedberg, el poder de las imágenes, que da título a su libro, un poder que se le ha otorgado desde siempre, pero sobre el que no se ha meditado, o simplemente, que no se ha puesto en tela de juicio. Un “poder” que se ha derivado de las creencias generales, especialmente aquellas que están más arraigadas, aquellas relativas a la religión y las imágenes que ella ha procurado a la historia del arte.

Del análisis del sinfín de conductas o comportamientos a que nos llevan las imágenes, es lógico que se considere la obra de arte como portadora de poder.

Estando el arte al servicio de la religión, es lógico pensar que “nazca” esa creencia sobre las imágenes dotadas de eficacia, fuerza, capacidad sobre las personas, para “educarlas”.

Tocando pues temas que tienen más que ver con la psicología y la percepción o la interpretación de esas imágenes según la cultura que las genera, y por tanto su contexto, realiza una “crítica a la crítica de arte” por ser demasiado “prudente” –dirá el autor- y repetitiva.

A diferencia de esas respuestas que el arte suscita a los historiadores o que ellos pretenden que suscite, la respuesta individual del espectador no es, como se esperaba, “culta y educada”.

La reacción del observador es más cotidiana, más sincera por así decirlo: apela más a los apetitos diarios del ser humano, a lo que reconoce más fácilmente. Las respuestas activas del espectador son, entonces, las más directas, las primeras que tiene. De estas son de las que se debe hacer el estudio sobre esa relación obra de arte-público, siendo un público que no ha de estar “artísticamente educado”.

El historiador, sostiene Freedberg, induce al espectador a que piense algo, más que a deducir por sí mismo aquello que la obra puede ofrecer.

Freedberg parece querer dirigirse al público más general, no al cualificado en este campo, sino a aquella “masa” que Ortega nombraba en sus escritos. A lo largo del texto el autor insiste en que la imagen tiene un poder que difícilmente puede tener otro medio de transmisión. Tal es este poder, que incluso provoca actitudes y respuestas diversas hasta en el más aislado ser humano. De hecho, lo que Freedberg comenta es que precisamente entre el público más asistente a este tipo de experiencias visuales -la contemplación de obras de arte-, se da una actitud conformista en cuanto que suele extenderse lo que una obra significa, y este significado acaba primando sobre la opinión individual y la respuesta directa, espontánea. Por ello, el autor presenta su libro como un proyecto en el que se cauteriza “la creencia de que cuando vemos una obra de arte no permitimos que afloren las respuestas que el material de que está hecha o el tema tratado producen en nosotros con la mayor prontitud.”

Algo que Freedberg quiere destacar además del poder que las imágenes tienen, es el cómo utilizarlas para generarlo.

Si como estamos viendo, la imagen está dotada de un mando o potestad, de un valor capaz de manipular o contar algo a un supuesto espectador, entonces puede llegar a ser un medio peligroso. Se concibe entonces la obra de arte como un medio de comunicación que se disfraza a través de la estética visual. Aun con todo, lo que Freedberg persigue es dar sepultura a la idea que la mayoría de los críticos o historiadores de arte sostienen y exigen de los observadores comunes: la respuesta elevada.

Así, llegará a afirmar que estas clases de respuestas –emocionales- son las que constituyen el tema del libro, no las construcciones intelectuales del crítico y del erudito. Aquellas respuestas sometidas a la represión, serán las que tengan para Freedberg mayor provecho de estudio.

Tras hacer un repaso por diferentes ejemplos de creencias relacionadas con las obras de arte y destacar algunas de las funciones que éstas tenían en otras épocas, pasa a preguntarse si el poder de la imagen se deberá a la identificación que se establece entre quienes miran la obra y lo que en ella se representa.

De lo que estamos seguros es de que la obra de arte tiene una influencia en quien la contempla. Si el poder que se le atribuye a la imagen tiene que ver con la creencia o con la convención o conformidad, es algo a lo que todavía tenemos que llegar. En el apartado IV del primer capítulo, se revela que el contexto también tiene mucho que ver con la respuesta ante una imagen. Entonces, quizás, el poder de la imagen proceda de tal contexto.

Pero ya sea por convención, creencia o contexto, realmente la obra de arte constituye una forma de comunicación, de declaración, y por tanto, de influencia. Esta influencia es lo que la hace peligrosa -decíamos antes-, inoportuna o molesta.

En el V apartado del primer capítulo, el autor comentará algo ante lo que no podemos sublevarnos. La respuesta sensual, emotiva es otra posibilidad frente a la obra de arte. Esta será quizá la que manifieste el público menos formado. Y es igualmente válida, ya que no existe una actitud universalizada frente a un cuadro. Si se ha descartado en ocasiones esta opción es por modas y prejuicios.

Una obra artística nos puede atraer por la sensualidad que exterioriza, por el deseo que es capaz de inducirnos; esto es innegable. Habrá otras que nos atrapen por la calidad de la habilidad técnica del artista; otras por la belleza de la imagen representada; pero hay una gran parte de las obras de la historia del arte que captan nuestra atención y gusto por la invitación sexual que nos ofrecen. Otra cosa distinta es que la rutina que se debe seguir en una sala de exposición esté bien definida y nosotros como espectadores la hayamos asimilado como natural. El protocolo a seguir será el reconocimiento de los elementos básicos –color, expresión, tratamiento del espacio…- que componen una obra de arte como tal, antes de dejarse seducir por la respuesta natural que genera la obra en nosotros. Es por ello por lo que Freedberg, como ya anunciábamos, se decanta por la respuesta de un observador no formado que se deje llevar por la primera sensación y opta por no escapar a los sentimientos que le abordan. Para constatar esto, se basará en lo que Nelson Goodman expusiera en su conocido texto Los lenguajes del arte: “[…] la obra de arte se capta tanto con los sentimientos como con los sentidos” (Págs.247-48).

Para entender estas respuestas es necesario que englobemos todas las imágenes visuales (…), los testimonios generales y específicos aportados por las respuestas a las imágenes (VII apartado del capítulo uno).

Ya que el hecho de que una obra sea expuesta en un museo, aceptada y reconocida como un prototipo o una obra maestra condiciona bastante la respuesta (Pág. 41) del espectador, hemos de incluir toda la imaginería popular para enriquecer lo que podamos decir de los efectos probables o las respuestas posibles a diferentes imágenes, artísticas o no.

A pesar de saber que el contexto es determinante en ocasiones, concluimos, debemos reconocer que persiste una respuesta esencial, primaria, que lo supera: “[…] el conocimiento que el arte nos brinda lo sentimos en nuestros huesos, nervios y músculos tanto como lo captamos con nuestras mentes […]” (Nelson Goodman, Los lenguajes del arte, pág. 259).

Queramos o no creer en la capacidad de una imagen para influir en nosotros, podemos afirmar después de este breve análisis que existen pruebas de que las imágenes provocan ciertos estados o reacciones en los que se detienen a contemplarlas.

Lo importante es recordar que esa reacción o conducta que producen en nosotros serán más ricas a nivel sensible cuanto menos familiarizados estemos con el mundo de la imagen y del arte. Sería interesante estudiar los efectos del conocimiento en las mismas experiencias estéticas. Pero esto es algo que quedará para otro día.


Espero que os hayáis quedado con el cante:

“Habrán de colocarse cosas lascivas en las habitaciones privadas, y el padre de familia deberá mantenerlas cubiertas para descubrirlas sólo cuando entre en ellas con su esposa (…) Igualmente apropiados son los cuadros de temas lascivos para las habitaciones en las que tienen lugar las relaciones sexuales de pareja, porque el hecho de verlos contribuye a la excitación a procrear niños hermosos, sanos y encantadores… […] De modo que la vista de objetos y figuras de esta clase, bien hechos y de temperamento adecuado, representados en color es de gran ayuda en tales ocasiones. […]”

Giulio Mancini, Considerazioni sulla pittura, editado por A. Marucchi, Roma, 1956, 1, 143.
[1] Segunda imagen: Grabado de Sebald Beham, siglo XVI.

domingo, 12 de abril de 2009

Obras de arte: Maneras de mirar el mundo

Comentario de las obras La transfiguración del lugar común, Arthur Danto, y El círculo del arte, George Dickie.

Torso de Apolo Arcaico, Museo del Louvre.



TORSO DE APOLO ARCAICO


No conocemos la inaudita cabeza,en que maduraron los ojos. Pero

su torso arde aún como

candelabro
en el que la vista, tan sólo
reducida,
persiste y brilla. De lo contrario,

no te
deslumbraría la saliente de su

pecho,

ni por la suave curva de las

caderas viajaría

una sonrisa hacia aquel punto

donde colgara el sexo.

Si no siguiera en pie esta piedra

desfigurada y rota

bajo el arco transparente de los

hombros

ni brillara como piel de fiera;

ni centellara por cada uno de sus

lados
como una estrella: porque aquí

no hay un sólo

lugar que no te vea. Debes

cambiar tu vida.

R.M. Rilke

George Dickie (Palmetto, Florida; 1926) es un Profesor Emérito de Filosofía de la Universidad de Illinois en Chicago y uno de los más influyentes filósofos de arte. A él debemos el texto El círculo del arte, publicado en la editorial Paidós para la edición española. Esta obra data de 1984.
Arthur Coleman Danto (1924) es un reconocido crítico de arte y profesor de filosofía de los Estados Unidos. Danto es conocido por su trabajo en Estética Filosófica y Filosofía de la Historia, aunque ha contribuido significativamente a diferentes campos. Sus intereses abarcan, entre otros: el Sentimiento, la Filosofía del Arte, las Teorías de la Representación, o la Psicología Filosófica. Arthur Danto es un crítico de arte de "The Nation", y el también ha publicado numerosos artículos en otros diarios. Además, es un editor del "Diario de Filosofía" y un editor colaborativo del "Naked Punch Review and Artforum". En crítica de arte, ha publicado algunas colecciones de ensayos, que se pueden ver en el link web que incluye esta introducción.
De Danto analizaremos la obra La transfiguración del lugar común, Traducción de Ángel y Aurora Mollá. Paidós. Barcelona, 2002.






Los textos citados parten de una idea común para definir el arte: la premisa que Platón enunciara en su obra La República afirmando que el arte es imitación. Aunque definir el arte no fuera para el filósofo griego el interés principal de su obra, dedicó una parte a esta afirmación, para desarrollar sus planteamientos de la distribución de la sociedad. Dickie, al comienzo de su texto, comentará de esa afirmación platónica que como definición es parcial, ya que se trata de una identificación y como tal, no funciona en todos los casos.

A lo largo de su discurso, Dickie tratará de evaluar tal premisa, alegando diversas causas por las que no se debería tomar como definición válida, y señalando que sin embargo, así ha sido aceptada durante los sucesivos siglos de su gestación. En El círculo del arte, el autor asegura que el método de definición de Platón no es práctico, pero ha sido tan persistente que se detiene a analizar por qué ha tenido tanta repercusión la idea de arte como imitación.

Partiendo de que no hay ninguna condición o conjunto de condiciones imprescindibles para que algo sea arte (:no hay ninguna esencia que compartan todas las obras de arte –Pág. 16), Dickie plantea la idea de formalizar una nueva teoría (ya planteada, parece ser, en su anterior obra, Art and the Aesthetic), a la que llama La teoría institucional del arte, con la que se llegue a entender la obra de arte como resultado de la posición que ocupan dentro de un marco o contexto institucional, es decir, concebida como el objeto de contemplación de una sociedad, de un contexto, de la institución que conforma el arte.

De ahí que el autor del texto alcance a considerar que ser obra de arte es un estatus (Pág. 21). Esto es particularmente interesante, ya que, según esta noción contextual en la que la sociedad tiene un gran peso, es lógico que la obra de arte vaya requiriendo la aceptación generalizada para adquirir estatus.

Otro de los dilemas que se esbozan en el texto –a mi juicio el más interesante-, es aquel que se centra en la distinción entre la obra de arte y el mero objeto (término más empleado por Arthur Danto en La transfiguración del lugar común, pero al que también Dickie le tiene cierto apego). Y es que hay, a parte de éste, un nexo común entre ambos escritores en sus diversas teorías: la afirmación de que las obras de arte se sitúan en un marco o contexto.

Si, como dicen ambos, es complicado -dada la situación actual en el arte- establecer la diferencia entre una obra de arte y un objeto cualquiera, deberemos atender al contexto en el que uno y otro tienen lugar para poder concluir cuál es arte y cuál no.


Se entiende entonces que el contexto es el que resuelve el conflicto, y el que finalmente decide qué es arte. Independientemente de nuestras convicciones, esto es lo que defiende George Dickie. Es comprensible que afirme después que se deben considerar seriamente los desarrollos en el mundo del arte, porque el mundo del arte es su dominio principal y los desarrollos que se dan en él pueden ser particularmente reveladores (Pág. 25).

Pero, ¿de dónde viene ese interés por descartar lo que no es arte? Parece correcto decir que el interés de formalizar tal distinción se debe a que hay una pretensión por dar al arte ese estatus del que antes hablábamos. No es sólo que la obra de arte vaya adquiriendo una posición concreta en la sociedad, sino que además es lo que se procura que consiga.

Por eso en este punto Dickie habla de la circularidad que se genera en torno al tema.

¿Es el trabajo hecho al crear un objeto sobre el trasfondo del mundo del arte el que constituye ese objeto en obra de arte? (Pág. 24)

Lo que hay que destacar del interés por distinguir el arte es que aunque esta práctica esté al alcance de casi todo el mundo, está claro que no cualquier cosa puede ser arte. Para explicar esto y hacer posible la diferencia se precisa una teoría del arte que nos dé los preceptos que debe cumplir una obra para adquirir la categoría de artística. Esta teoría nos permitirá además reflexionar acerca de lo que es buen arte y otras subclases de las obras de arte que merecen ser discutidas.

En el siguiente capítulo de El círculo del arte, George D. hace un repaso a los escritos de Arthur Danto concediéndoles la distinción que valen. Será en este capítulo donde veamos las similitudes y diferencias más asentadas entre la teoría institucional de uno y las oposiciones del otro.

Aun con todo, le atribuye a Danto el Renacimiento de la Teoría, tal vez porque como en su texto apreciamos, introduce reflexiones hasta ahora olvidadas por la teoría del arte generalizada.

Sin embargo, el propio autor -como veníamos diciendo- es el que establece las diferencias entre la teoría institucional que afirma y la que por otra parte sostiene Danto. Este último es partidario de la idea de que no siempre podemos identificar las obras de arte. De hecho, en la Transfiguración del lugar común, Danto, con un claro ejemplo de obra de arte como objeto cotidiano descontextualizado (ese supuesto artista al que llama J., cuyas obras no son más que enseres habituales del hogar o de la calle llevados a la sala de exposición) trata de explicar la “injusticia de rango” que se da cuando un mero objeto pasa a ser obra de arte.

Danto contribuye al discurso de Dickie asistiendo a las cuestiones que este se plantea. En un momento dado, Arthur Danto alega que su única preocupación es investigar cómo se accede a la categoría de obra de arte (Pág.- 29, La transfiguración del lugar común, Capítulo I: Obras de arte y meras cosas). Así resume brevemente lo que va a exponer a lo largo de los capítulos que nos toca comentar.

Tras analizar los aspectos emotivo y contextual que tratan de justificar la distinción entre obra de arte y objeto cotidiano, comenta que la teoría del arte tiene dificultades para distinguir entre obras de arte y otros paradigmas de cosas que expresan sentimientos pero no son obras de arte, que […] tampoco podemos sobreestimar la medida en que el contexto penetra en la intención (extraído del artículo Analytical Philosophy of Action, Arthur Danto para el Cambridge University Press, 1973, ix) y que la condición de indiscernible no sirve para fundamentar una buena teoría del arte –rebatiendo las palabras de Wittgenstein- (Pág. 28).

De los juicios que estos autores hacen se puede deducir que además de la intención del artista, el contexto en que tiene cabida la obra que se genera, o lo que ésta es capaz de evocar en el espectador, existe otro aspecto que cabe tener muy en cuenta para distinguir la obra de arte: el juicio estético. Junto con éste, la valoración crítica hace del objeto habitual una obra de arte en cuanto que se contempla como algo más. Cabe destacar que en todo el discurso que estamos debatiendo no sólo atendemos a las buenas obras de arte, a las grandes obras maestras, sino a todos los artefactos que conciernen a la teoría del arte (Pág. 27, El círculo del arte, G. Dickie).

De esta forma nos hacemos conscientes de que hay tipos de obras que son difíciles de clasificar por su contenido y su estética. Las valoraciones que hacemos de tales obras contribuyen a menudo a comprender por qué son acciones artísticas. Danto razonará más adelante (en la pág. 38) que puede haber casos en los que sería equivocado adoptar una actitud estética. A mi parecer, este enunciado complica aún más la tarea que tenemos de señalar la diferencia entre los objetos artísticos y el resto.

En el dilema que se había generado a raíz de la afirmación de arte como imitación, Danto aporta su perspectiva sobre el tema, objetando que si el objetivo del arte hubiera sido en algún momento la copia fidedigna de la realidad o la mímesis, sólo hubiera bastado con colgar un espejo que reflejara lo pretendido en la sala de exposición, como haría J., el artista que Arthur nos pone de ejemplo.

La transfiguración del objeto común en mirada estética, aun careciendo de sentido en cuanto tal, expresa en su desnudez lo que, de acuerdo con Danto, las obras de arte ya eran desde el principio: no ventanas sino espejos”. (Sublimes trivialidades. José Luís Pardo, Babelia. 22-VI-2002)


Un profesor nos dijo una vez en clase que hacer arte debe parecer sencillo a quien observa la obra, para que no diese la impresión de ser algo artificioso y complicado y por tanto, ininteligible. No debe parecer algo realizado con mucho esfuerzo –aunque detrás lo tenga-. Lo que maravilla al espectador es la -aparente- sencillez de la factura de la pintura, la naturalidad con que está tratada la pieza de bronce, o la simpleza con que se ha tratado un material de enormes dimensiones, para crear obras de arte magníficas. Por eso, si el arte sólo pretendiera ser imitación, no solicitaría los medios plásticos/artísticos, sino que acudiría a medios existentes que no requieran tanto esfuerzo.


“[…] no tenía el menor sentido aproximarse a la realidad mediante un arduo ejercicio académico cuando existe la posibilidad de aislar fragmentos de ella e incorporarlos simplemente a nuestras obras, alcanzando de inmediato algo a lo que la mano académica más dotada ni siquiera podría aspirar.” (Pág. 31, La transfiguración del lugar común, Cap. I. Arthur Danto)




Danto destaca un aspecto al que Dickie no hace alusión, que se refiere a la función del espejo (o de la obra de arte como imitación) en tanto que modo de autorreconocimiento. Cuando la obra de arte aparentemente sólo pretende mostrar la habilidad de la copia, debe existir en el trasfondo de ésta una intención más profunda: la de hacer consciente al espectador de esa realidad. Con esto quiere llegar a decir que “incluso el parecido entre pares de cosas, no convierte a una en imitación de la otra” (Pág. 38). Esto es porque las imitaciones siempre se contrastan con la realidad. Quizá sea una manera de justificar esa diferencia o contraste que resulta. Pero aun con esto, establecer la diferencia entre una obra de arte y una cosa real es lo que permite el placer del amante de arte, según Danto.

A pesar de todo, es Arthur D. quien señala que Platón lo que apuntó no fue que el arte sea mímesis, sino que el arte mimético era pernicioso. Y si es pernicioso es porque “el arte mimético representa la posibilidad permanente de ilusión” (Pág. 43). Así, una falsa creencia es una creencia, como un mero objeto es una obra de arte. Esto sucede porque el sentido final de imitación es al fin y al cabo el de representación, ya sea por el sentido de aparición (relación de identidad) o por el de encarnación (relación de designación).

Pero se puede entender que el propio concepto de mímesis, como dice Danto, se funde con la voluntad de inducir a la ilusión. Lo que hay que tener siempre presente llegados a este punto es que en ocasiones será muy necesario que el material artístico –el material plástico, el marco del cuadro al exponerlo, la peana de la escultura, etc.- sea perfectamente visible o presente para que no dé lugar a la confusión que estamos tratando.

Finalmente, cabe decir que lo importante del arte para Danto es que se desmarque de todas estas confusiones que es capaz de crear, porque supone que lo interesante del arte es que aporte algo nuevo, no que sea la mera mímesis de la realidad: “el artista no es un imitador fallido, como el inepto imitador de cuervos; sus intenciones van por otro lado” (Pág. 56, Arthur Danto, La transfiguración del lugar común).

Las conclusiones nos llevan siempre al punto de partida que señalaba Dickie: una obra de arte lo es si satisface ciertas condiciones definidas institucionalmente, sean estas, intencionalidad y forma significante.

La paradoja será siempre inevitable mientras nos empeñemos en definir el arte en términos de objetos que se comparan con los objetos del mundo real o cotidiano, porque como sostiene Danto, no puede existir una teoría general del arte, porque sería imposible albergar obras de tan diversa procedencia y carácter.

Y es que la cuestión que hemos tratado de debatir es totalmente actual, por lo que seguiremos discutiendo el tema:

¿SON LAS TEORÍAS ARTÍSTICAS LAS QUE HACEN POSIBLE EL ARTE Y LAS QUE NOS AYUDAN A DISTINGUIR LAS OBRAS DE ARTE?

Si la respuesta es afirmativa, he de concluir que estoy en desacuerdo con Dickie: no es tan paradójica la solución de Danto al afirmar que “Hoy, el arte y la filosofía del arte han llegado a ser la misma cosa”, teniendo en cuenta corrientes como el arte conceptual, en las que es más importante la actitud del artista que el objeto u obra en sí.

Seguramente este autor tenga razón al decir que lo que finalmente constituye la diferencia entre lo que es obra de arte y lo que no, es en definitiva, una determinada teoría del arte. “Es la teoría la que la acepta en el mundo del arte […]” (The Artworld, Arthur Danto, Pág. 33, citado por Dickie en El círculo del arte, Pág. 32).

domingo, 29 de marzo de 2009

Preparación y estudios para el proyecto.





A última hora, con los dibujos escaneados e imprimidos a tamaño real (figura humana), cambio la postura del modelo y la composición porque parece resultar más dimámica de esta forma.



Otra composición factible de última hora.

Reajuste de las figuras a escala humana.




Reajuste de las figuras "ploteadas" en el formato definitivo.




Cuadro montado con imprimación (cola de conejo, blanco de España y blanco de zinc), junto al boceto.




Composición final del estudio inicial de color




Composición de prueba para los estudios de color





Prueba de color



Prueba de color



Prueba de color




Prueba de color



Prueba de color





Estudio de claroscuro




Prueba de composición



Prueba de composición


pruebas de composición
esquema compositivo final





Elemento ajeno al modelo escogido de la película Bambi





Dibujo definitivo del búho





Dibujo definitivo del modelo










jueves, 26 de marzo de 2009

"Estéticos-artistas"

A propósito de una antigua entrada publicada a inicios de enero en la que reflexionaba acerca de los actuales "escritores" de arte, he encontrado en la obra de Collingwood Los principios del arte [1], interesantes comentarios al respecto.

En mi comentario, alegué que actualmente no escribian sobre arte los propios artistas, sino que se dejaba esta tarea para los teóricos, para los historiadores. Y es que, acogiéndome al texto de Collingwood, desde sus contemporáneos, aquellos vanguardistas que se implicaban con los manifiestos y los tratados, "aquellos poetas, pintores y escultores que se tomaban la molestia de ejercitarse en la filosofía o en la psicología", no ha habido otra corriente de artistas comprometidos hasta ese punto. Hoy día da la sensación de que se han "abandonado" a las críticas de otra gente ajena que habla por ellos.

Aunque esta obra se ubica en el año 1938, ofrece una perspectiva interesante sobre los diferentes tipos de personas que se interesan por la filosofía del arte.
De un lado, el autor del citado texto establece una categoría en la que se incluyen los estéticos-artistas. De ellos comenta que son los que pueden distinguir las cosas que son arte de las que no lo son. De otro lado, encontramos a los estéticos-filósofos, quienes se encargan de no cometer imprudencias en su discurso, no implicándose más allá del mero halago al artista de consagrado prestigio.
Como hemos dicho ya, Collingwood apreció que en su época los teóricos de arte fueron los propios creadores de imágenes. Éstos trataron de discutir lo que los otros no debatían.

Pues precisamente a esto me refería yo en aquella entrada; a que los artistas de nuestro momento poco escriben y poco discuten acerca de los problemas que generan las obras de arte actuales. Escasamente debaten sobre las inquietudes que tienen; pocas tertulias se dan entre ellos para "sacar verdades todavía no conocidas a la luz".

Dejan al margen de la obra un ejercicio tan prolífico como necesario.


[1] R.G. Collingwood (Cartmell Fell, 1889 - Coniston, 1943) Filósofo, historiador, teórico y ensayista británico. Ingresó en la Universidad de Oxford en 1908, donde realizó estudios de Filosofía y fue nombrado "tutor" del Colegio Pembroke, en 1912. Collingwood, que llevó a cabo toda su actividad científica en el citado centro, destacó por sus trabajos sobre historia antigua, producto de las numerosas excavaciones que dirigió desde 1911 hasta 1934.

lunes, 9 de marzo de 2009

Del ejercicio de composición...

Nacimiento de Venus, Sandro Botticelli.

A partir del dilema que se está generando con el ejercicio de composición propuesto en el inicio de cuatrimestre, he considerado oportuno establecer de forma esquemática y clara, cuáles son las pautas que hemos de tener en cuenta a la hora de llevar a cabo el trabajo. Así, será más fácil visualizar de forma rápida lo que tenemos que hacer.
Espero que nos sirva a todos.

Para empezar con el trabajo, Juan dio unas clases sobre cómo plantear el cuadro:

-El principal objetivo del mismo es que capte la atención del espectador.
El profesor proponía que actuáramos de forma contraria a lo que proponía Ortega y Gasset, haciendo que "la belleza no dependa de lo representado". Hay que tener en cuenta que la principal tarea del cuadro es que es un ejercicio didáctico.

-Se trata de hacer que el espectador se concentre en la contemplación de la obra, no de que lo desconcierte; por tanto, debemos crear algo que atraiga, que llame la atención.

-Considerando esto y sabiendo que el 95% de las obras de arte son desnudos (especialmente los femeninos), y son las que provocan una respuesta más contundente, nos valdremos de la representación del cuerpo humano.

-Para que la imagen resulte aun más potente, el desnudo irá acompañado de un elemento totalmente ajeno a él, recuperando la noción surrealista de "maravilla", de irrealidad. En este caso, la elección depende de nosotros, aunque se establece como referente común la película de Disney, Bamby.

-Para esto, debe producirse una paradoja: no podemos interpretar lo que vemos (la relación entre objeto y desnudo) porque no existe la relación textual, narrativa que solemos ver en otras obras artísticas más racionales.

-Es muy importante pues, la composición, la situación de los elementos entre sí y con respecto al soporte-fondo-formato. Todo son recursos; todo condiciona la respuesta del espectador.

-Por ello el cuadro y la composición en sí debe dar la idea de un todo, de un conjunto: debe verse todo de un golpe, aunque existan puntos de interés.

- La técnica empleada será el óleo.

-El color será igualmente determinante. Se han escogido para la paleta de color el blanco zinc, el negro marfil, el verde esmeralda, y el rojo cadmio. Con esta reducida paleta aprenderemos a sacar rendimiento a pocos recursos. En principio se pintará todo en un medio tono, marcando posteriormente algunos contrastes para el foco principal.
Recordemos que el color estará supeditado al claroscuro.

-Con el color, habrá que plantearse también la organización de la luz y la oscuridad, sabiendo que un punto más luminoso u oscuro podrá indicar el centro de atención.

-Una vez escogidos los elementos, lo primero que vamos a realizar son cinco estudios de composición con los mismos.

-Es importante que marquemos el centro de interés de la composición (por ejemplo, enmarcando con lo oscuro la zona clara) y las secuencias rítmicas implícitas.

-El modo de realizar el dibujo es muy importante: debe ser un buen dibujo naturalista, descriptivo; no de silueta, sino de contorno. Para este dibujo, será interesante que revisemos libros de anatomía.

-Ya que somos muy sensibles al equilibrio, hay que organizar muy bien los dos elementos en la composición para que, si alguno se cae, en conjunto estén estables.





. . .



Como referentes y ejemplos en este ejercicio, Juan propone los siguientes:

-Botticcelli. El Nacimiento de Venus, y las tintas planas con las que está ejecutado.

-Juan Vida. Los juegos de zig-zag en los modelos. La composición y estructura del cuadro.

-Lucas Cranach. Venus. Elemento vertical (modelo) más claro. Centro de interés: ojos.

-Susana y los viejos, Rembrandt. Centro de interés es la cara de Susana: está enmarcado por el contraste entre lo oscuro y lo claro. Rembrandt dosifica el efecto con los recursos que tiene.




-El dibujo de Klimt, de los grabados de Rivera, de Ingres, Picasso, A. Mucha, Beardsley, Prudhon... los estudios de la Escuela de Basilea, etc.




Y recordad...




"Un cuadro [...] es esencialmente una superficie plana cubierta de colores ordenados"


-Maurice Denis-

domingo, 8 de febrero de 2009

Ernst Gombrich. Arte e Ilusión.-



Ernst Gombrich es considerado uno de los historiadores del arte más eminente de la segunda mitad del siglo XX.
Nacido en Viena en marzo de 1909 y trasladado a Gran Bretaña en 1936, ha sido titular de las más prestigiosas cátedras (en las Universidades de Oxford, Cambridge, Harvard y Cornell y en el Royal College of Art). Ha sido premiado numerosas veces internacionalmente (Premios Goethe, Hegel y Erasmus), y es conocida su faceta musical como excelente violonchelista. Sus escritos han contribuido notablemente a la Historia del Arte, destacando de ellos especialmente su carácter divulgativo.

Falleció en Londres en noviembre de 2001.




ARTE E ILUSIÓN. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica. (1960)


La cuestión de la ilusión en el arte ha sido un tema muy atrayente desde siempre tanto para artistas como para historiadores; esto deja constatado Gombrich en las continuas referencias que hace a lo largo de su escrito a otros críticos y artistas precedentes.

Su vasta formación y cultura (desvelada de las incesantes e innumerables fuentes a las que recurre en su exposición) y sus conocimientos, presentan en esta ocasión ese interés general que ha existido siempre por el arte ilusionista, aquel que es capaz de, si no “engañarnos”, por lo menos sí atraparnos con el sujeto representado que reconocemos en la obra.

Sabemos de sobra que los trucos que el artista ha ido desarrollando desde las primeras manifestaciones artísticas, han sido acogidos con gran admiración por el público. Estas estrategias -que surgen de “la observación cuidadosa y la experimentación con los efectos pictóricos”, Prefacio a la Segunda Edición de Arte e Ilusión, E. Gombrich- son las que han “recolectado” mayor número de seguidores, pues este tipo de habilidad es la que más cautiva visualmente, ya que otorga al artista una especie de poder para crear imágenes muy “reales”. La predilección del público por asombrarse con las obras que “mejor retratan la realidad”, llevó al artista durante varios siglos a codiciar tales resultados.

El cuento de Pigmalión, citado en el capítulo III, menciona ese poder “maravilloso” del artista que crea una obra casi con vida propia. No es de extrañar que hoy día se siga manteniendo tal idea de arte, pues la larga tradición que nos precede se basa prácticamente en la habilidad realista del creador. Precisamente la idea que tenemos de arte está basada en la que hemos heredado de los filósofos griegos, aquella que afirma “el arte como imitación de la naturaleza”.

El poder al que nos referimos está muy relacionado con la capacidad de la obra para estimular determinadas respuestas.

Pero habría de hacerse una distinción importante (que llegaría a nuestros días casi intacta) entre “imitar” y “hacer”, aquella distinción que ya Platón señalaría en sus escritos allá por el siglo V a.C.: Imitar en este sentido, es copiar la apariencia de algo, mientras que hacer se entiende como crear. (De aquí podemos entender el discurso de Larry Shiner acerca de la escisión entre Arte y artesanía o artista y artesano)

El filósofo antiguo atribuyó a la imitación una connotación algo peyorativa, pues quedaba más alejada del mundo de las ideas, puesto que sólo se acercaba vagamente a la apariencia o aspecto exterior de las cosas, ni siquiera a su esencia. Y dado que la imitación era la práctica de los artistas, tal profesión podía estar francamente mal mirada desde el pensamiento de la época. Se impone una separación entre “realidad” y “apariencia” que es del todo una invención humana, puesto que, incluso en estudios psicológicos realizados en niños, se ha observado que no existe tal diferencia, que realidad y apariencia (en el contexto en que los usa Platón) están fundidas en la misma dimensión: “En el mundo del niño no se da una distinción clara entre la realidad y la apariencia […] en el contexto del juego, un orinal no representa un casco, es una especie de casco improvisado e incluso tener utilidad como tal. No hay división rígida entre el fantasma y la realidad, entre la verdad y la falsedad […]” (Pág. 98, capítulo III, Arte e Ilusión, Ernst Gombrich)

Cabe pues, como pretende Gombrich, someter a nuevo examen la teoría de las ideas de Platón para reconocer que “el mundo del hombre no es tan sólo un mundo de cosas” y que, mientras “hacemos” algún objeto, alguna creación, estamos a su vez “imitando” la imagen de tal objeto conocido (no un esquema universal de este, o las características de una generalización a partir de todos los ejemplares del mismo objeto conocidos).

La barrera entre imagen y realidad está señalada especialmente por la razón, pero hay que tener presente que a través de los sentidos a menudo captamos ideas de las que nos fiamos mucho más. Parece ser que la experiencia sensorial a la que asistimos nos aporta una información más verídica (por el hecho de haberla experimentado directamente a través de órganos conectados a nuestro cerebro) que las ideas o conceptos que pertenecen más al ámbito de la mente, o al mundo ideal con el que soñaba Platón, un mundo donde “las definiciones se hacían en los cielos” (Pág. 99).

Especialmente en una época como esta donde el empirismo y el marcado escepticismo son las actitudes predilectas, entendemos que el discurso de Platón no sea suficiente y solicitemos una explicación más satisfactoria.
El fundamento de Gombrich quizá nos resulte más convincente: la manera de articular el mundo es hacer nuevas clasificaciones, como hace Picasso al crear el Chimpancé con su cría, con un coche de juguete. Hablar de realidad y apariencia entonces, no tiene caso; la apariencia de Platón se convierte en realidad cuando la observamos, aunque sea en el primer instante, en el momento en que “proyectamos” sobre la apariencia, la realidad del objeto que es capaz de remitirnos. La distinción entre realidad y ficción es irreal (Pág. 98), como sostiene Gombrich, o como alegará en el capítulo VI, “el parecido creado por el arte no existe más que en nuestra imaginación” (Pág. 173).

Esta proyección es un ejercicio de semejanza, ya que el hecho de que un objeto nos remita a otro se debe a que creamos una familiaridad, a que “nos recuerda a algo”. Es una “propensión de nuestra mente” proyectar sobre algo desconocido o confuso, otra cosa que sí que conocemos, como ocurre con las indefinidas manchas de Rorschach.
La diferencia entre tener conciencia de este proceso clasificador y no tenerla, como nos indica el autor del texto, es que cuando sí la tenemos, “interpretamos”, y cuando no, “vemos”.

Se ha visto además que “la proyección fue una de las raíces del arte”. Prueba de ello son las identificaciones establecidas entre diferentes culturas y civilizaciones, por ejemplo, en las estrellas de la noche.

En algunas de estas civilizaciones la imagen ya es en sí misma, no una representación, sino, por la proyección que decimos que evocan, la realidad misma. Esto es que, por ejemplo, una imagen de un hombre muerto -como puede ser una escultura funeraria-, es el hombre en sí mismo; no es preciso que la apariencia sea estrictamente fidedigna a un individuo concreto, sino más bien, que represente los rasgos principales que nos hacen identificar a un hombre. La imagen se convierte en un sustituto del individuo que representa. Por eso se pueden utilizar como ojos unas conchas de cypraea, puesto que en el conjunto que conforma la imagen del hombre, funcionan como tales. El contexto es por tanto muy importante a la hora de tener en cuenta una imagen: “El criterio del valor de una imagen no es su parecido con el modelo, sino su eficacia dentro de un contexto de acción” (Pág. 107, Arte e Ilusión).

De ese poder que tienen las imágenes proceden la inmensa mayoría de las creencias que hay en torno a la representación. En todas las civilizaciones y culturas, la imagen de algo o alguien puede provocar el miedo o el placer que provocaría el ser mismo. El pantocrátor románico impone sus mandamientos tanto como lo haría el mismísimo dios encarnado, a pesar de que su representación sea exclusivamente esquemática y sintética. Lo mismo ocurriría con el escorpión egipcio si estuviese terminado de representar; probablemente resultaría mortífero, tanto como en vida. “En tal contexto no cabe duda de que la imagen era mirada como mucho más que un signo” (Pág. 108).

Pero como alega el historiador más adelante, “la propaganda política y comercial ha explotado esta reacción para reforzar nuestra tendencia natural a dotar a una imagen de presencia”. Y es que de un modo u otro, tendemos a “desconfiar” de esas imágenes que, aunque no totalmente fidedignas, logran despertar en nosotros la inquietud de saber si son o no reales.

Esa incertidumbre es erradicada en la mayoría de los museos gracias al cartelito anunciador de “No tocar”, ya que de esta manera, las vemos como obras de arte o como artículos museísticos, no como imágenes que representan algo.

Parece el hombre algo bobo dejándose embaucar de tal forma. Y es que como acabamos de decir, el contexto condiciona forzosamente la recepción o la acogida de un objeto.
Quizá como dice Gombrich, es asumible que el artista luche por recuperar tales cualidades del arte; de otra forma, la obra queda rebajada a mero objeto expositivo, de contemplación, que nada logra excitar en el espectador. Sin duda el artista que menciona el escritor del texto pretende que la observación del arte sea activa (como pretende Gombrich de la lectura de sus textos: “[…] el lector voluntarioso habrá de añadir un poco más de lo que en este libro he llamando la parte del espectador […] estoy al tanto de las exigencias que este libro formula a la cooperación del lector […]” Prefacio a la quinta Edición. Febrero de 1977. Arte e Ilusión).



LA IMAGEN EN LAS NUBES (o en el humo de un cigarrillo).

Esta mañana, mientras releía el sexto capítulo de Arte e Ilusión sentada en la cama junto al incienso que perfumaba mi habitación, pensaba en esa facultad imitativa que han de tener tanto creador como espectador. Irónica y casualmente, la varilla de incienso encendido emanaba un humo que a veces evocaba caracoles y otras, cortinas vaporosas de seda. Por un momento me he sentido como en la novela de Antonio y Cleopatra de Shakespeare, en que crean




Y es que el papel del espectador es determinante en la imagen del artista. Si no fuese por esta capacidad de proyectar lo que conocemos sobre manchas y objetos indefinidos, la obra de arte no evocaría las diferentes perspectivas que actualmente se reconocen en la obra de un autor. De no disfrutarla entonces, sólo habría una manera de percibir y entender la obra; una forma absoluta que sabemos, por el discurso de Larry Shiner, que no es posible.

Esta condición del ser humano es la interpretación, esto es, como añade Alexander Cozens “esbozar o transferir ideas de la mente que provienen de las sugerencias de las manchas”. Como en las tintas que Rorschach emplea en sus estudios psicológicos (y que anteriormente citamos), no existe algo explícitamente contado, sino que el observador que asiste a su contemplación, imprime en esas formas imprecisas una imagen más detallada, o por lo menos congruente que al inicio.

Es lógico pensar que sea empleado por los artistas como una estrategia o método para conducir al espectador hacia ciertos fines; ya que no existe una única visión de una obra, el autor de la misma se puede permitir por lo menos jugar con el espectador conduciéndolo por donde quiere, y, aunque no consiga que todos los espectadores tengan la misma idea, sí puede crear una idea más o menos uniformada. Basta con colgar junto al lienzo título que sugiera algo de lo que pretende. Como dice Gombrich, el artista “se dirige a mentes ya orientadas” (Pág. 169).

El creador se dio cuenta de que no era necesario por tanto usar un lenguaje tan estrictamente explícito (como el realismo, por ejemplo) y que basta sólo con insinuar formas para emitir un mensaje. Así, inspirándose en sus propias interpretaciones puede intuir aproximadamente qué entenderá el observador. Incluso si su obra es producida por el mero azar, el artista puede plantearse qué es lo que el público verá.

Como en las manchas de humedad de las paredes de Da Vinci, nuestra memoria y nuestros recuerdos en estos casos condicionan esas proyecciones; por eso, “importa menos si la forma inicial en la que el artista proyecta su imagen es obra del hombre o cosa hallada; lo que importa es lo que logra hacer con ella” (Pág. 172), es decir, si consigue jugar con la casualidad para inducirnos a pensar en algo concreto. El único inconveniente que encontramos al respecto es que sigue siendo imposible crear la misma evocación o pista para todo espectador, puesto que ese recuerdo o idea que aporte éste dependerá de su experiencia vivida, que inevitablemente será diferente de tantos otros observadores.

Aun con todo, éste es pues un ejercicio de inventiva muy útil para el creador, que a través de objetos encontrados, puede figurarse nuevas obras. Porque muchas veces no es necesario complicarse en la tarea de realizar la obra con un meticuloso acabado, ya que, como dicen algunos profesores de Bellas Artes favoreciendo el discurso de Gombrich, “una simple línea, una simple pincelada, trazada con gracia de modo que parece que la mano se movió sin esfuerzo ni saber y que llegó a su término por sí misma” (Pág. 174). Desde cerca podemos no ver nada en esas obras realizadas “fácilmente”, mientras que desde la distancia parecen completas y gráciles. Esto ocurre por ejemplo en el trabajo de los Impresionistas (“en el que el principio de la proyección guiada alcanza su culmen” Pág. 180) o en el de Velázquez, “un arte en el que la capacidad del artista para sugerir tiene que ser igualada por la capacidad del público para captar insinuaciones”.

De esta forma, aprendiendo este estilo y forma de pintar “muellemente”, retrocediendo y observando cómo nuestra imaginación termina las pinceladas sueltas que hemos realizado, no caeríamos en la producción de algo laborioso al copiar las obras de Modigliani, de Renoir o Guayasamin.

Una insinuación, algo esbozado se prefiere así a una imagen explícita, porque siempre halaga “sentir lo que uno entiende”. Ortega ya lo advertía en la Deshumanización del arte, cuando asentía que al no entender la obra, en muchas ocasiones se desprestigia (“sentimiento de antipatía que proviene de la incomprensión de la obra de arte”).

Así concluirá el artista optando por el trabajo de la proyección, más ameno de realizar para él y más activo para el espectador, promoviendo tales trucos y audacias para estimularlo.

Será, por cierto, “el viraje hacia estos jeroglíficos visuales del arte del siglo XX, que desafían nuestro ingenio y nos hacen rebuscar en nuestras propias mentes lo inexpresado e inarticulado” (Pág. 180, Arte e Ilusión).




Y es que, como ya se decía en la Introducción de Arte e Ilusión, en el siglo XX, “la estética abandona su pretensión de que tiene algo que ver con el problema de la representación convincente, el problema de la ilusión en el arte”. Ha dejado de interesar la exactitud fotográfica, en favor de la proyección, la insinuación.

Es por esta variabilidad de visiones artísticas, por las que surge el llamado “enigma del estilo”. Estos modos diferentes de representar el mundo que se dan en las diferentes épocas, conforman la Historia del Arte.

La tarea de Ernst Gombrich no es otra que reflexionar acerca de esa variabilidad de visiones, y su propósito, “reinstaurar nuestro sentimiento de asombro ante la capacidad que tiene el hombre de invocar […] esos misteriosos fantasmas de realidad visual a los que llamamos imágenes o cuadros”.

Los cambios en el estilo (estilo como derivación), las diferentes maneras de ver el mundo, se deben a que las intenciones cambian, a que voluntariamente se da un acto de elección en la forma de la representación.

El estilo es pues, la personificación de un carácter, ya que el término estilizar quiere decir “representar algo destacando sus rasgos más característicos o los que corresponden a la idea que se quiere transmitir”, de ahí que Gombrich lo llame “voluntad de forma”. El artista transforma lo que ve mediante el estilo.

Por otra parte, el estilo no se entiende como una particularidad que el individuo imprime en su obra, porque así lo busque él, sino que se ve como una desviación (antes decíamos “derivación”); por esto al estilo se le adjuntan ciertas limitaciones.
Como limitaciones se pueden entender los rasgos que el artista elude o rehúsa al realizar su “esquema” de lo que ve. Y es que para él, un objeto, un motivo, es bien asimilado cuando ha sabido clasificarlo y acogerlo sintéticamente.

En la tarea de copiar el artífice inevitablemente otorga a la imagen cierto carácter, cierta creatividad, pero no porque “difiera del presunto prototipo”, del natural, sino porque “se enfrenta con el desafío de lo desacostumbrado y lo resuelve de modo sorprendente” (Parte III del segundo capítulo, La verdad y el estereotipo).

Pero, ¿a qué adjudicamos la libertad del artista? ¿A su voluntad o a su habilidad?
Si un creador, por no ser biólogo marino, no dibujaba correctamente una ballena o trazaba una de sus aletas demasiado cerca del ojo (pareciendo así una oreja inexistente), no se le puede adjudicar falta de habilidad, puesto que su habilidad se concreta en otro ámbito. Porque “dibujar una visión desusada presenta dificultades mayores de lo que acostumbraba a creerse”.

Ése es el sentido de “desviación” que queremos entender en el estilo, no el que peyorativamente usaban los teóricos de otras épocas. Podemos recordar el Rinoceronte de Alberto Durero, que presenta una coraza que realmente en su fisonomía, el rinoceronte no tiene; sin embargo, el grabado como tal, no deja de ser absolutamente bueno. “Todos estos ejemplares que pueblan las obras se derivan de poquísimos arquetipos e incorporan curiosos rasgos”.

También se debe tener en cuenta que estos artistas, en muchas ocasiones, no tenían la posibilidad de realizar sus esbozos de la observación directa; los medios de que disponían eran mucho más pobres, y cuando encontraban manuales en los que basarse de sus precedentes, eran escasos, lo que les llevaba a este posible error. No puede, pues, juzgarse este “desliz”.
No se puede crear una imagen fiel a partir de la nada. Uno tiene que haber aprendido el artilugio, aunque sólo sea de otras pinturas vistas” (Parte IV del segundo capítulo de Arte e Ilusión).

Yo nunca habría podido hacer la “traducción” de La deposición de Caravaggio en un esquema anatómico sino usara previamente otros dibujos de anatomía en posiciones semejantes a los de los personajes aparecidos en el cuadro. Y aun así, sucede eso mismo; los errores fisionómicos están todavía presentes. Un trabajo que implica la rotación y traslación mental de un hueso, complica a su vez cierta imaginación, cierta ilusión, puesto que es resultado de la mente, de lo que en ella obramos, no de la experiencia directa (como sería la de un Leonardo que se introduce literalmente en el estudio anatómico humano).

Que a esto lo llamemos estilo o falta de conocimiento –no haber “aprendido el artilugio”, como dirá Gombrich-, es el tema que nos atañe ahora.



A ese esquema, rigidez, o selección, tenderá más la cultura oriental que la nuestra, afianzada en “pintar lo que ve, más que en ver lo que pinta”. Nieztsche comentará irónicamente sobre esto que:
“[…] al fin pinta sólo lo que a él le agrada.
¿Y qué es lo que le agrada?
Lo que es capaz de pintar.”
Gombrich por su parte alegará que “sólo cuando se tiene la manera, se tiene la voluntad”. Pero como más adelante escribirá (y con esto estoy más de acuerdo): “[…] los artistas tienden a buscar motivos para los cuales su estilo y su adiestramiento les han equipado”.

Si la cuestión está en aún en si es la habilidad o la voluntad la que ha dictado tales preferencias, habrá que plantearse si el arte es o no objetivo.
Todas las respuestas apuntan a que no lo es: “el punto de partida de una anotación visual no es el conocimiento sino la conjetura condicionada por la costumbre y la tradición” (Parte V del segundo capítulo).
Pero que no sea del todo objetivo, no significa, por contrario, que sea verdadero o falso, o malo o bueno. En este sentido hay que tener muy en cuenta que la exactitud de la representación estará condicionada por el contexto, por su entorno, por la sociedad en la que se halle el autor. Dada la complejidad del mundo y todo lo que este contiene, es imposible fijar una imagen, incorporar en una obra de arte, por muy fidedigna que sea, todo lo que incluye. No es subjetividad; es la riqueza de la visión la que hace que seleccionemos ciertos aspectos de la naturaleza, o ciertos esquemas.


El estilo es, concluyendo, esa manera de hacer las cosas, una manera que ha ido progresando con el nivel técnico y conceptual de la propia obra incluida en su tiempo.









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lunes, 5 de enero de 2009

Ejercicio de práctica. Copias.



Ejercicio nº 6. Retrato de la raya verde. Matisse

He escogido un cuadro diferente de los propuestos pensando que sería interesante como práctica, y que propone un problema diferente de los otros ejercicios.









Ejercicio nº 5. Klimt.












Ejercicio nº 4. Manet.








Este es el ejercicio nº 3, Desnudo de Modigliani.









Ejercicio nº 2. Limón. Cezanne



Dejo colgado el primer ejercicio basado en la obra de Guayasamin para que se visualice junto con el resto.

VISIÓN Y PINTURA. La lógica de la mirada




Norman Bryson. Antiguo profesor de literatura en el King's College de Cambridge, actualmente profesor en Harvard. Es autor de una bibliografía de estética muy extensa.






Como en textos anteriores hemos ido viendo, la preocupación de estos teóricos de arte se centra en la reformulación de nuestro sistema de pensamiento.
Parece ser que hemos adoptado una actitud pasiva que implica permitir la asimilación de cualquier concepto sin replanteárnoslo.
A propósito de la universalidad de los conceptos que planteaba Shiner, Bryson explora esa actitud natural que conlleva creer en muchas de las teorías que se establecieron acerca del arte cuando este término comenzó a extenderse.
Y hablamos de creencias al admitir que la inmensa mayoría de premisas se han hecho irrefutables a la par que se han ido extendiendo y universalizado como absolutas verdades.

Así, entendemos el texto de Bryson como un argumento a favor de la superación de esta “actitud natural” y una llamada a la actitud escéptica y a la pérdida de ingenuidad con respecto a las ideas más asentadas.

De esta forma, comienza su relato arremetiendo contra la postura que ha mostrado la historia del arte en los últimos momentos. Alega de ésta que ha ido abandonando su tarea hasta caer finalmente en un “estancamiento” o letargo poco recomendable. Sostiene que los historiadores se han limitado exclusivamente a la faena de enumerar datos en lugar de repasar o recapacitar cuestiones mucho más determinantes, más relevantes al desarrollo de lo que llamamos arte. Analizar la creación artística o indagar sobre asuntos fundamentales como ¿qué es un cuadro? O ¿cuál es su relación con la tradición? en lugar de adular, hacer alabanzas a los “grandes” artistas de todos los tiempos, o dar opiniones basadas en la experiencia personal (o no tan personal, dado que se basan continuamente unos en otros, repitiendo las lisonjas que otros ya han atribuido a los mismos pintores-“opinión recibida, generalizada”, pág.21-) es más importante que otras tareas. Así comenta Bryson la labor de un conocido y trascendente teórico de arte italiano: “…expande el relato pliniano y multiplica sus dramatis personae en una entera saga de triunfo y caducidad, empezando por la obligadas referencias a Cimabue y Giotto y culminando en Miguel Ángel, héroe, genio, santo” (Pág. 20). Y a otro historiador y crítico de arte francés de la siguiente forma: “…sigue retratando su propia reacción en los términos de la antigua fórmula...” (Pág. 21).

Podemos analizar la tarea que Bryson crítica mediante estas citas que he escogido de un artículo que he leído a propósito del tema:

Se puede alegar que la tarea del historiador consiste en tomar del pasado sólo lo que sirva a su propósito. El historiador debe por necesidad ser selectivo, ya que es imposible recrear el pasado en su totalidad: de la evidencia disponible debe determinar lo más fidedigno y valioso e interpretarlo para sus lectores. El problema reside, obviamente, en cuáles son los factores que determinan lo que se utiliza y lo que se descarta, así como también en cómo se interpreta la evidencia seleccionada.”
[…]
No existe nada que impida a los historiadores tomar del pasado lo que les convenga, y hasta cierto punto, todos los historiadores lo hacen, pero la naturaleza de la disciplina obliga a los historiadores a poner a prueba a otros historiadores en el discurso continuo de la historiografía.”

“Trazos del pasado: el dilema del historiador”, por Michael Keyes


Por ello quizá destaque la labor del crítico e historiador Ernst Gombrich, por plantear preguntas que sí son de mayor interés, y claramente por distanciarse de esa monótona tradición de historiadores.

Pero éste no sea tal vez el punto más relevante de su texto, de modo que centrémonos en los argumentos más trascendentes para nuestra reflexión.

Poniendo en cuestión la definición de Gombrich de lo que es una pintura, sostiene que no es exactamente “el registro de una percepción”. Aunque se trata de una respuesta natural, no es del todo correcto concebir la pintura como una copia de la realidad, puesto que esta definición no englobaría aquella pintura que no copia lo real en el sentido de distanciarse de esa tradición de realismo.
Pero no es por esto por lo que Bryson rechaza la objeción de Gombrich; es más bien por las connotaciones que tiene la palabra percepción en todo esto. Por percibir se entiende la adquisición de conocimiento de la realidad a través de las impresiones que transmiten los sentidos. Esta definición plantea un problema complejo: hablar de la pintura como una forma de adquirir conocimiento o comprensión, puede inducir a confusión; preferimos entonces entender la pintura como “un arte de signos más que de percepciones” (Pág. 14). El signo designa el conjunto constituido por el significante o el aspecto formal de algo (de la palabra en el ámbito lingüístico en que lo introdujo F. de Saussure), y el significado o la idea evocada por el significante. También se entiende por signo “cualquier cosa perceptible por los sentidos, principalmente por la vista y el oído, que empleamos para representar otra cosa” (Diccionario Básico de la Lengua, Ed. Anaya).
Sin embargo, en ambas concepciones (la del historiador y la del lingüista) nos falta “la descripción de la acción entre la pintura –como percepción o como signo- y el mundo exterior”.
Por su parte, en la “explicación perceptualista" (la de Gombrich) advertimos que “el espectador es inmutable”, y esto también nos disgusta, ya que no podemos dar por hecho que el observador “esté”. Su función se debe a la propia imagen, a la pintura, aunque también podríamos alegar que la pintura o la imagen es, porque existe un espectador que la contempla. Pero esto sería entrar en un círculo vicioso del que difícilmente podríamos salir.
Para corregir nuestro camino, citaremos al autor en referencia a lo que comentábamos: “…en el acto de reconocimiento que la pintura galvaniza, el significado es producido, más que percibido” (Pág.15). Si el significado es producido es porque provoca la acción del espectador, en lugar de mostrar (en el sentido de revelar) el significado. Y dado que provoca una acción en cada espectador que “acude” a ver la pintura, deducimos que cada uno “extrae” su propia conclusión acerca de la obra. Esto significa que la “interpreta”, la traduce, la descifra, la deduce.




Así pues, concluimos que, como la interpretación no deja lugar a conocimientos absolutos (varían dependiendo del espectador), “el carácter del arte es provisional” (Pág. 15).
De esta manera contribuimos definitivamente a la idea de Shiner de lo imposible de la universalidad del concepto arte.

Todo ese sistema sobre el que se sigue trabajando, basado en una serie de teorías que quedaron perpetuadas por la creencia en ellas y por la tradición, concibe la pintura como una “réplica perfecta” de la naturaleza. Ya lo anunciaba anteriormente, cuando me refería a la copia de lo real. En base a esto, Bryson usa el recurso anecdótico sobre Zeuxis, el pintor de la Antigüedad que consiguió engañar a los pájaros a través de su pintura, a la vez que fue engañado por la maestría de la pintura de su rival (Hay una referencia más extensa en otra entrada del blog referida a este tema).
Con esta fábula el autor de Visión y Pintura pretende hacernos ver la larga tradición del realismo en el arte y la acogida que siempre ha tenido este tipo de pintura.
La existencia de este interés por copiar la realidad proviene del anhelo de perfección en la obra, hasta tal punto, que la pintura se convertía en “una competencia entre técnicos” (Pág. 19).
Y es que esa perfección se hallaba en la imitación perfecta, la que llega a engañar al espectador, la que consiguieron Zeuxis y Parrasio. De ahí que la perfección se busque en las técnicas realistas de la pintura.
Esto culminaría en el siglo XIX, cuando la ciencia (recordad que nos hallamos en el siglo posterior a la Ilustración, que ponía su optimismo en el poder de la razón y el deseo de organizar la sociedad a partir de ésta; el siglo XIX se caracterizará por la filosofía empirista, nihilista, positivista, y movimientos análogos) y el ascenso del mercado (en este caso, basta con recordar el contexto en el que nos situó Larry Shiner en su libro “La invención del arte”), “exigen un análisis que haga justicia a un producto visto cada vez más bajo la luz de la técnica formal” (Pág. 20)
En este punto es interesante destacar una paradoja que surge en torno a este concepto de perfección: si la pintura tiende a ser perfecta, se aleja de la mera copia, la duplicación, la reproducción. Aunque usa los medios de la pintura realista y la técnica formal, al codiciar la perfección -lo absolutamente acabado y mejorado hasta la saciedad-, no puede resultar una imagen “reduplicada” (calcada, plagiada) sino “el retrato de la experiencia visual universal”.
La pintura se concibe capaz de agrupar las experiencias de todos los espectadores posibles en una sola, “suscitando una sensación ahistórica (…), una impresión que trasciende las variaciones culturales” (Pág. 23).

Para conseguir esto el pintor deberá obviar la experiencia visual que ya contiene en su mente (aquella que ha formado a lo largo de su vida como observador) para conseguir esa imagen ahistórica que pueda contener en sí misma las características de lo eterno, de lo perdurable, de lo atemporal, y servir a todo espectador.
Pero he aquí, que se plantea entonces un grave problema: si rehúsa su experiencia visual para conseguir tal eternidad en su imagen, ¿no olvidará sus conocimientos, la técnica, los referentes que necesita para conseguir la perfecta imitación?
Parece una pregunta de dudosas respuestas.
Pero lo que creo que puede aclararlas, será esa “desviación personal” que sufrirá el pintor en su práctica habitual: el estilo (“indiferente a la elevada misión de la imagen”). Un estilo que procede de la falibilidad humana, según los estudios de Bryson (Cabe aclarar que desviación en este sentido tiene una connotación parecida a la de extravío).
El estilo se entiende de esta forma porque, como ya explicaba Luís Racionero en su obra El arte de escribir, "es una cualidad de la visión, la revelación del universo particular que cada uno ve [...] es un punto de vista" (Pág. 61, Capítulo 2). Si fuese como durante siglos se ha pretendido, si solo existiera una manera de expresar algo, "no habría estilo, sino el estilo, absoluto, único, perfecto" (Pág 69). Racionero alega que "no hay estilo in voluntad, y que sin ella, sólo hay escritura, no literatura" (que se puede aplicar al arte de la pintura).
Dondis por su parte, en la Sintaxis de la imagen, nos habla del estilo como "una declaración personal del creador individual, y además de la filosofía individual común y el carácter de un grupo, una cultura o una época histórica", aunque más adelante, nos dirá: "(el estilo)... es la síntesis visual de los elementos, las técnicas, la sintaxis, la investigación, la expresión y la finalidad básica [...] la clase de expresión visual conformada por un entorno cultural total". Con esto último volvemos a la idea de un estilo universal, que no destaque las particularidades de la técnica de un autor concreto, sino que muestre una imagen total, eterna, válida para cualquier espectador.

Hemos de reconocer que no nos convence demasiado esa condición de la pintura de retratar una experiencia visual universal. Uno no puede contentarse con permitir que todos los que contemplan una obra, observen, piensen y reflexionen exactamente lo mismo que nosotros. Todo lo contrario, si acaso esto ocurre, es porque existe una idea infligida a todos nosotros, los espectadores, una idea extendida e impuesta –indirectamente- que nos estimula de la misma forma.
Realmente lo que sucede no es que la pintura consiga decir lo mismo para todos nosotros; creemos interpretar en la pintura la idea que hemos escuchado acerca de la obra. Si no hubiera comunicación entre los espectadores, ni tampoco entre espectador y otro medio de conocimiento –ya sea el historiador, la prensa que escribe sobre la obra, etc.- probablemente la opinión sobre una misma pintura distaría mucho entre diversos observadores.

Pero lo que más importancia tiene a este caso es que la pintura no puede mantener la visión generalizada por mucho tiempo. Si en algún momento suscita en los espectadores una determinada respuesta, es debido a la época, el ambiente, la sociedad, o condicionantes similares. Por ello “la pintura está vista como una continua mutación dentro de la historia” (Pág. 21), mientras “la realidad se mantiene inmutable en sus fundamentos” (Pág. 23).
De este modo se puede tal vez interpretar la pintura como los ejemplos de la exposición sistemática de hechos sucedidos que es la historia, puesto que retrata esos cambios, esas transformaciones. La pintura se entiende como fuente histórica llena de datos relevantes sobre otras épocas.

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Podemos terminar este comentario desvelando que la posición de este teórico estaba en exponer los cambios que se aprecian en la reflexión estética: (y cito resumidamente a Pedro Sorela, que comentó en un pequeño artículo el XII Congreso Internacional sobre Estética celebrado en Madrid en septiembre de 1992, al que asistió Norman Bryson) la concepción del artista, la idea de que el arte puede ser explicado (ahora se concibe en todo caso como “interpretado”), la sustitución de la belleza por el signo, y otras ideas semejantes.



Después de todo, Norman Bryson afirma que su propósito en este libro es “el análisis de la pintura desde una perspectiva muy opuesta a la de la Actitud Natural […]”.
Y sabiendo que la Actitud natural implica tales principios (1.- ausencia de dimensión histórica; 2.- dualismo entre el mundo de la mente y el mundo de la extensión, el cuerpo-parece remitir al mundo de las Ideas y al mundo físico de Platón- en el que “el ojo suspendido presencia, pero no interpreta. No tiene necesidad de procesar los estímulos que le llegan […]”; 3.- la importancia suprema de la percepción; 4.- el estilo como limitación –ya que “indica una retirada al territorio privado”, lo que se considera alejado del carácter universal que hay que perseguir-; y 5.- el modelo de comunicación –no es que el espectador interprete, sino que existe una comunicación entre pintor y observador absoluta, derivada de ese lenguaje universal que el pintor ha usado; por tanto, la imagen que recibe el espectador estaba previamente en la mente del pintor) nos podemos hacer una idea muy ajustada de la actitud de Bryson.

Si bien, le ha gustado entretenernos en la ardua tarea de descifrar cuál era su verdadera postura en este asunto.