lunes, 5 de enero de 2009

VISIÓN Y PINTURA. La lógica de la mirada




Norman Bryson. Antiguo profesor de literatura en el King's College de Cambridge, actualmente profesor en Harvard. Es autor de una bibliografía de estética muy extensa.






Como en textos anteriores hemos ido viendo, la preocupación de estos teóricos de arte se centra en la reformulación de nuestro sistema de pensamiento.
Parece ser que hemos adoptado una actitud pasiva que implica permitir la asimilación de cualquier concepto sin replanteárnoslo.
A propósito de la universalidad de los conceptos que planteaba Shiner, Bryson explora esa actitud natural que conlleva creer en muchas de las teorías que se establecieron acerca del arte cuando este término comenzó a extenderse.
Y hablamos de creencias al admitir que la inmensa mayoría de premisas se han hecho irrefutables a la par que se han ido extendiendo y universalizado como absolutas verdades.

Así, entendemos el texto de Bryson como un argumento a favor de la superación de esta “actitud natural” y una llamada a la actitud escéptica y a la pérdida de ingenuidad con respecto a las ideas más asentadas.

De esta forma, comienza su relato arremetiendo contra la postura que ha mostrado la historia del arte en los últimos momentos. Alega de ésta que ha ido abandonando su tarea hasta caer finalmente en un “estancamiento” o letargo poco recomendable. Sostiene que los historiadores se han limitado exclusivamente a la faena de enumerar datos en lugar de repasar o recapacitar cuestiones mucho más determinantes, más relevantes al desarrollo de lo que llamamos arte. Analizar la creación artística o indagar sobre asuntos fundamentales como ¿qué es un cuadro? O ¿cuál es su relación con la tradición? en lugar de adular, hacer alabanzas a los “grandes” artistas de todos los tiempos, o dar opiniones basadas en la experiencia personal (o no tan personal, dado que se basan continuamente unos en otros, repitiendo las lisonjas que otros ya han atribuido a los mismos pintores-“opinión recibida, generalizada”, pág.21-) es más importante que otras tareas. Así comenta Bryson la labor de un conocido y trascendente teórico de arte italiano: “…expande el relato pliniano y multiplica sus dramatis personae en una entera saga de triunfo y caducidad, empezando por la obligadas referencias a Cimabue y Giotto y culminando en Miguel Ángel, héroe, genio, santo” (Pág. 20). Y a otro historiador y crítico de arte francés de la siguiente forma: “…sigue retratando su propia reacción en los términos de la antigua fórmula...” (Pág. 21).

Podemos analizar la tarea que Bryson crítica mediante estas citas que he escogido de un artículo que he leído a propósito del tema:

Se puede alegar que la tarea del historiador consiste en tomar del pasado sólo lo que sirva a su propósito. El historiador debe por necesidad ser selectivo, ya que es imposible recrear el pasado en su totalidad: de la evidencia disponible debe determinar lo más fidedigno y valioso e interpretarlo para sus lectores. El problema reside, obviamente, en cuáles son los factores que determinan lo que se utiliza y lo que se descarta, así como también en cómo se interpreta la evidencia seleccionada.”
[…]
No existe nada que impida a los historiadores tomar del pasado lo que les convenga, y hasta cierto punto, todos los historiadores lo hacen, pero la naturaleza de la disciplina obliga a los historiadores a poner a prueba a otros historiadores en el discurso continuo de la historiografía.”

“Trazos del pasado: el dilema del historiador”, por Michael Keyes


Por ello quizá destaque la labor del crítico e historiador Ernst Gombrich, por plantear preguntas que sí son de mayor interés, y claramente por distanciarse de esa monótona tradición de historiadores.

Pero éste no sea tal vez el punto más relevante de su texto, de modo que centrémonos en los argumentos más trascendentes para nuestra reflexión.

Poniendo en cuestión la definición de Gombrich de lo que es una pintura, sostiene que no es exactamente “el registro de una percepción”. Aunque se trata de una respuesta natural, no es del todo correcto concebir la pintura como una copia de la realidad, puesto que esta definición no englobaría aquella pintura que no copia lo real en el sentido de distanciarse de esa tradición de realismo.
Pero no es por esto por lo que Bryson rechaza la objeción de Gombrich; es más bien por las connotaciones que tiene la palabra percepción en todo esto. Por percibir se entiende la adquisición de conocimiento de la realidad a través de las impresiones que transmiten los sentidos. Esta definición plantea un problema complejo: hablar de la pintura como una forma de adquirir conocimiento o comprensión, puede inducir a confusión; preferimos entonces entender la pintura como “un arte de signos más que de percepciones” (Pág. 14). El signo designa el conjunto constituido por el significante o el aspecto formal de algo (de la palabra en el ámbito lingüístico en que lo introdujo F. de Saussure), y el significado o la idea evocada por el significante. También se entiende por signo “cualquier cosa perceptible por los sentidos, principalmente por la vista y el oído, que empleamos para representar otra cosa” (Diccionario Básico de la Lengua, Ed. Anaya).
Sin embargo, en ambas concepciones (la del historiador y la del lingüista) nos falta “la descripción de la acción entre la pintura –como percepción o como signo- y el mundo exterior”.
Por su parte, en la “explicación perceptualista" (la de Gombrich) advertimos que “el espectador es inmutable”, y esto también nos disgusta, ya que no podemos dar por hecho que el observador “esté”. Su función se debe a la propia imagen, a la pintura, aunque también podríamos alegar que la pintura o la imagen es, porque existe un espectador que la contempla. Pero esto sería entrar en un círculo vicioso del que difícilmente podríamos salir.
Para corregir nuestro camino, citaremos al autor en referencia a lo que comentábamos: “…en el acto de reconocimiento que la pintura galvaniza, el significado es producido, más que percibido” (Pág.15). Si el significado es producido es porque provoca la acción del espectador, en lugar de mostrar (en el sentido de revelar) el significado. Y dado que provoca una acción en cada espectador que “acude” a ver la pintura, deducimos que cada uno “extrae” su propia conclusión acerca de la obra. Esto significa que la “interpreta”, la traduce, la descifra, la deduce.




Así pues, concluimos que, como la interpretación no deja lugar a conocimientos absolutos (varían dependiendo del espectador), “el carácter del arte es provisional” (Pág. 15).
De esta manera contribuimos definitivamente a la idea de Shiner de lo imposible de la universalidad del concepto arte.

Todo ese sistema sobre el que se sigue trabajando, basado en una serie de teorías que quedaron perpetuadas por la creencia en ellas y por la tradición, concibe la pintura como una “réplica perfecta” de la naturaleza. Ya lo anunciaba anteriormente, cuando me refería a la copia de lo real. En base a esto, Bryson usa el recurso anecdótico sobre Zeuxis, el pintor de la Antigüedad que consiguió engañar a los pájaros a través de su pintura, a la vez que fue engañado por la maestría de la pintura de su rival (Hay una referencia más extensa en otra entrada del blog referida a este tema).
Con esta fábula el autor de Visión y Pintura pretende hacernos ver la larga tradición del realismo en el arte y la acogida que siempre ha tenido este tipo de pintura.
La existencia de este interés por copiar la realidad proviene del anhelo de perfección en la obra, hasta tal punto, que la pintura se convertía en “una competencia entre técnicos” (Pág. 19).
Y es que esa perfección se hallaba en la imitación perfecta, la que llega a engañar al espectador, la que consiguieron Zeuxis y Parrasio. De ahí que la perfección se busque en las técnicas realistas de la pintura.
Esto culminaría en el siglo XIX, cuando la ciencia (recordad que nos hallamos en el siglo posterior a la Ilustración, que ponía su optimismo en el poder de la razón y el deseo de organizar la sociedad a partir de ésta; el siglo XIX se caracterizará por la filosofía empirista, nihilista, positivista, y movimientos análogos) y el ascenso del mercado (en este caso, basta con recordar el contexto en el que nos situó Larry Shiner en su libro “La invención del arte”), “exigen un análisis que haga justicia a un producto visto cada vez más bajo la luz de la técnica formal” (Pág. 20)
En este punto es interesante destacar una paradoja que surge en torno a este concepto de perfección: si la pintura tiende a ser perfecta, se aleja de la mera copia, la duplicación, la reproducción. Aunque usa los medios de la pintura realista y la técnica formal, al codiciar la perfección -lo absolutamente acabado y mejorado hasta la saciedad-, no puede resultar una imagen “reduplicada” (calcada, plagiada) sino “el retrato de la experiencia visual universal”.
La pintura se concibe capaz de agrupar las experiencias de todos los espectadores posibles en una sola, “suscitando una sensación ahistórica (…), una impresión que trasciende las variaciones culturales” (Pág. 23).

Para conseguir esto el pintor deberá obviar la experiencia visual que ya contiene en su mente (aquella que ha formado a lo largo de su vida como observador) para conseguir esa imagen ahistórica que pueda contener en sí misma las características de lo eterno, de lo perdurable, de lo atemporal, y servir a todo espectador.
Pero he aquí, que se plantea entonces un grave problema: si rehúsa su experiencia visual para conseguir tal eternidad en su imagen, ¿no olvidará sus conocimientos, la técnica, los referentes que necesita para conseguir la perfecta imitación?
Parece una pregunta de dudosas respuestas.
Pero lo que creo que puede aclararlas, será esa “desviación personal” que sufrirá el pintor en su práctica habitual: el estilo (“indiferente a la elevada misión de la imagen”). Un estilo que procede de la falibilidad humana, según los estudios de Bryson (Cabe aclarar que desviación en este sentido tiene una connotación parecida a la de extravío).
El estilo se entiende de esta forma porque, como ya explicaba Luís Racionero en su obra El arte de escribir, "es una cualidad de la visión, la revelación del universo particular que cada uno ve [...] es un punto de vista" (Pág. 61, Capítulo 2). Si fuese como durante siglos se ha pretendido, si solo existiera una manera de expresar algo, "no habría estilo, sino el estilo, absoluto, único, perfecto" (Pág 69). Racionero alega que "no hay estilo in voluntad, y que sin ella, sólo hay escritura, no literatura" (que se puede aplicar al arte de la pintura).
Dondis por su parte, en la Sintaxis de la imagen, nos habla del estilo como "una declaración personal del creador individual, y además de la filosofía individual común y el carácter de un grupo, una cultura o una época histórica", aunque más adelante, nos dirá: "(el estilo)... es la síntesis visual de los elementos, las técnicas, la sintaxis, la investigación, la expresión y la finalidad básica [...] la clase de expresión visual conformada por un entorno cultural total". Con esto último volvemos a la idea de un estilo universal, que no destaque las particularidades de la técnica de un autor concreto, sino que muestre una imagen total, eterna, válida para cualquier espectador.

Hemos de reconocer que no nos convence demasiado esa condición de la pintura de retratar una experiencia visual universal. Uno no puede contentarse con permitir que todos los que contemplan una obra, observen, piensen y reflexionen exactamente lo mismo que nosotros. Todo lo contrario, si acaso esto ocurre, es porque existe una idea infligida a todos nosotros, los espectadores, una idea extendida e impuesta –indirectamente- que nos estimula de la misma forma.
Realmente lo que sucede no es que la pintura consiga decir lo mismo para todos nosotros; creemos interpretar en la pintura la idea que hemos escuchado acerca de la obra. Si no hubiera comunicación entre los espectadores, ni tampoco entre espectador y otro medio de conocimiento –ya sea el historiador, la prensa que escribe sobre la obra, etc.- probablemente la opinión sobre una misma pintura distaría mucho entre diversos observadores.

Pero lo que más importancia tiene a este caso es que la pintura no puede mantener la visión generalizada por mucho tiempo. Si en algún momento suscita en los espectadores una determinada respuesta, es debido a la época, el ambiente, la sociedad, o condicionantes similares. Por ello “la pintura está vista como una continua mutación dentro de la historia” (Pág. 21), mientras “la realidad se mantiene inmutable en sus fundamentos” (Pág. 23).
De este modo se puede tal vez interpretar la pintura como los ejemplos de la exposición sistemática de hechos sucedidos que es la historia, puesto que retrata esos cambios, esas transformaciones. La pintura se entiende como fuente histórica llena de datos relevantes sobre otras épocas.

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Podemos terminar este comentario desvelando que la posición de este teórico estaba en exponer los cambios que se aprecian en la reflexión estética: (y cito resumidamente a Pedro Sorela, que comentó en un pequeño artículo el XII Congreso Internacional sobre Estética celebrado en Madrid en septiembre de 1992, al que asistió Norman Bryson) la concepción del artista, la idea de que el arte puede ser explicado (ahora se concibe en todo caso como “interpretado”), la sustitución de la belleza por el signo, y otras ideas semejantes.



Después de todo, Norman Bryson afirma que su propósito en este libro es “el análisis de la pintura desde una perspectiva muy opuesta a la de la Actitud Natural […]”.
Y sabiendo que la Actitud natural implica tales principios (1.- ausencia de dimensión histórica; 2.- dualismo entre el mundo de la mente y el mundo de la extensión, el cuerpo-parece remitir al mundo de las Ideas y al mundo físico de Platón- en el que “el ojo suspendido presencia, pero no interpreta. No tiene necesidad de procesar los estímulos que le llegan […]”; 3.- la importancia suprema de la percepción; 4.- el estilo como limitación –ya que “indica una retirada al territorio privado”, lo que se considera alejado del carácter universal que hay que perseguir-; y 5.- el modelo de comunicación –no es que el espectador interprete, sino que existe una comunicación entre pintor y observador absoluta, derivada de ese lenguaje universal que el pintor ha usado; por tanto, la imagen que recibe el espectador estaba previamente en la mente del pintor) nos podemos hacer una idea muy ajustada de la actitud de Bryson.

Si bien, le ha gustado entretenernos en la ardua tarea de descifrar cuál era su verdadera postura en este asunto.

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